Cuentan que en cierto convento, al serle
preguntada la hora a algún fraile, éste, invariablemente, contestaba: “Hora de
servir a Dios”. Efectivamente tenían razón aquellos frailes; todas las horas
son buenas para servir a nuestros compañeros de la vida y santas para servir a
Dios, y de la misma forma que todas las horas lo son, creo que también lo son
todos los días de la semana, por ejemplo los jueves. Este año he tenido una
extraña sensación y ha sido la de parecerme que el llamado Jueves Santo no lo
era tanto como lo fuera en épocas anteriores. El día del amor fraterno no tenía
mucho de fraterno a nivel nacional, pues en tanto en veintiuna provincias era fiesta,
en otras veintinueve era día de labor. Pero ese divorcio del amor, según dicen
los periódicos, se hacía desagradable en Madrid, donde “mientras los obreros
trabajaban en los andamios y los dependientes en sus almacenes, el madrileño se
encontraba con el peregrino, ma1 ejemplo de que la misma Administración que
declaró laborable la jornada se ausentara olímpicamente de sus despachos”. En
tanto eso ocurría en Madrid, en el pequeño pueblo era más visible el contraste,
tal vez por su pequeñez, entre el equipo de albañiles, que empujaban sus
carretillos llenos de hormigón y los que, haciendo corrillos conversaban
gozando del día de fiesta. La hormigonera giraba y giraba, contrastando su
ruido áspero y monótono con el silencio y a lo más un murmullo, que
correspondería a uno de los tres días del año de los que antes se decía que relumbraban
más que el sol. Sonó en la torre la carraca convocando la procesión. Es ésta
una procesión sin espectadores, porque casi todos los vecinos participan en
ella. El único paso es viviente, formado por los hermanos Bibián, que les viene
por tradición, y por Antonio Grasa. Uno de los hermanos lleva una pesada cruz,
los otros dos se colocan uno delante y otro detrás. Los tres llevan túnica con
la cara tapada y marcan un paso, que quizá en otros tiempos fuera dirigido a
golpes de tambor. Este año, excepcionalmente, hubo un espectador un mendigo, y
su presencia y la confusión de su mente contribuyeron aumentar mi sensación extraña.
Se santiguó al paso del Santo Cristo, y cuando acabó la procesión se puso a
cantar, solo: “Perdona a tu pueblo, Señor...” Y luego, hablándose a sí mismo
añadía: “Perdón, ¿de qué, Señor? Tantas andadas, tantas descansadas! Tú has
resucitado y estás allá arriba, con el sol, con las estrellas, y con la luna.
Pero allí también están los americanos!”: El cerebro del hermano pobre pensaba
y estaba perplejo. Sin querer ser
paternalista le di una propina y me dijo: “Gracias, padre”. Yo hubiera preferido
que me dijera hermano, Una palabra, por otra parte, con la que antes se
sacudían al pobre diciéndole: “Dios le ampare, hermano’. Tal vez me dijo padre,
porque en las casas grandes y de muchos balcones los pobres aun esperan limosna
por los cojones!, y como le di más de lo que esperaba, se quedó agradecido. Me
quedé con ganas de escuchar algún salmo o motete en latín y con alegría he
escuchado por la radio el “Pange lingua” y he recordado cómo en la noche de la
última Cena, Jesús, sentado a la mesa con los hermanos, se da a ellos con sus
propias manos.
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