lunes, 17 de enero de 2011

La cuadra de mi casa de Siétamo


He escuchado una conversación entre arquitectos, que están tratando de aprovechar todos los fenómenos naturales, para que los seres humanos vivan agradablemente. Yo siempre he gozado de las cosas naturales, como si soñara en estos goces de la energía del sol en los tejados, del calor que debajo de la tierra contribuye a calentar los pisos. Y yo conservo el cantaral de nuestra casa con sus cántaros y su botijo. Se puede encontrar también el encanto en cualquier lugar sencillo, incluso en una cuadra. Para el que por su condición de ciudadano o para ese joven de pueblo que conduce un tractor, puede sonarles algo extraño eso de que la cuadra tenía sus encantos. Quizá no se haya escrito mucho sobre este tema, pero cuando la Sagrada Familia se refugió en un establo, entre una mula y un buey, no sé si lo haría por encontrar en él ese humilde encanto del que he hablado o por la razón pragmática de gozar del calor que con su aliento y con la irradiación de su extensa piel, producían tan voluminosos animales, pero en todo caso se creó un ambiente encantador, tanto, que todo el mundo cristiano lo reproduce, después de dos milenios, en las fiestas navideñas.

En la cuadra languidecía la pobre luz de la bombilla de quince watios, un olor medio aromático de paja seca con fiemo caliente, vaporoso, evacuado por las mulas y un ambiente uniformemente templado hacía que en el establo se estuviera bien. En el resto de la casa el frío era glacial; en el hogar casi se había consumido la leña y el escaso calibo lo había tapado la abuela, para que al día siguiente, después de escalibado, prendiese la ramilla y los tueros recios para freír el almuerzo, calentar el caldero y la cena, secar los peducos del hombre al volver del monte y echar la última calentada. Aquel día, al enterrar las pocas brasas que quedaban con la ceniza, bajamos a la cuadra para mirar como las arañas se movían por sus telas, como las pocas moscas que quedaban, torponas con la estación fría, se enganchaban en las redes para ser devoradas y como la mula torda se echaba pedos; Jorge le levantaba la cola y le ponía una cerilla apagada cerca del “cagadero” y cuando salía el gas se encendía con un ruido de soplido que se acababa cuando la llama alcanzaba su apogeo, al oír el macho morico ese soplido, él resoplaba: brrrrrr……y batía ·a coda, mascando con un ruido característico los cuatro granos que le quedaban y que rebuscaba golosa entre la paja del pesebre. Dábamos volteretas los niños, mientras tanto, sobre la colchoneta de pinocheras del camastro y comprendía que el Niño Jesús hubiera querido nacer entre una mula y un buey. Jesús pudo haber nacido en un castillo pero prefirió el encanto del establo, de la sombra de las palmeras y el de una humilde carpintería al encantamiento seductor de los castillos encantados. El encantamiento de esos castillos, su maleficio, en unos casos producido por fantasmas, muchos de ellos revestidos con sábanas y sonorizados con cadenas ,pero Kafka entendió que en “El Castillo” se encerraba el fantasma del poder, muchos hombres quieren tener acceso a su recinto atraídos por un encanto no natural, que no llena de gozo los sentidos y el alma sino por un encanto alucinante y alienante producido por el encantamiento maléfico, que ejerce el fantasma del poder. Del encanto del establo hemos pasado al desencanto del Castillo a través del encantamiento; se trata de un desencanto por desengaño.

Fray Luis de León dice: ”Despiértenme las aves con su cantar sonoro, no aprendido; no los cuidados graves de quien siempre es seguido, quien al humano trato está atenido” y en estos versos queda definido ese paso del encanto al desencanto, pero muchas veces se encuentra uno con estadios intermedios, que reflejan o producen en el alma, asombro unos, angustia vital, melancolía o nostalgia otros.

En aquella cuadra, mejor dicho en el espacio empedrado que cubría el declive que iba desde la puerta hasta la cama de paja de las caballerías; al encender la mísera luz, descubría uno como caminaban torpemente las negras y pesadas cucarachas, que a pesar de su fealdad no producían la repugnancia de las marrones y ligeras que aparecen hoy en los mostradores o bajo las cafeteras de algunos bares.

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