domingo, 24 de junio de 2012

La pacífica vida en los pueblos

Puerta con gatera

Navata

Bueyes de labranza

Yo, como veterinario, he vivido la vida de muchos pueblos y allí gozaba de la paz y de la convivencia con los campesinos. Sufría cuando algún animal caía enfermo, pero gozaba cuando alguno se curaba por sus  propias defensas o por alguna de mis torpes intervenciones, por ejemplo cuando, con éxito, le daba un producto contra el cólico a una mula, que  volvía a comer por haberse despedido  del dolor, que le había causado el citado cólico. Otras veces, cuando el parto de una vaca, se complicaba por malas posiciones del feto y lograba corregir mecánicamente esa mala posición,  salía un hermoso ternero vivito y coleando. Aparecía yo en una cuadra, donde no estaba sólo, sino acompañado por numerosos habitantes del pueblo, que contaban otros casos clínicos, a los que ellos habían asistido. Unas veces consolaban a los dueños del animal y otras te aconsejaban, sobre como yo, debía actuar para tener éxito. Alguna vieja recitaba romances que contaban casos tristes, en que la oración a algún santo, se convertía en milagro. Allí no te faltaban atenciones, ofreciéndote tragos de vino o de licor fabricado por ellos mismos en un alambique, que yo no aceptaba por la salud del animal y la mía propia. No permitían aquellos ganaderos que se te acercara ninguna necesidad, para que no pasaras hambre u otra molestia, que influyera en el buen éxito de la visita. Aquellos campesinos pasaban malos ratos, pero eran felices, de  la misma forma que no ganando apenas dinero,  no les faltaba un mínimo capital, que les ayudara a salir de una situación de apuro, unas veces por malas cosechas o por muerte de algún animal, como una mula o una vaca.

Conservaban y mantenían sus relaciones entre vecinos y a los parientes se les tenía en cuenta y cuando llegaban las fiestas de los pueblos, acudían como invitados a comer,  a jugar a las cartas, a jugar algún partido de pelota y los jóvenes a bailar y a buscarse novia. Ahora ya no se cultiva el parentesco, que se conservaba durante largos periodos de tiempo y se comunicaban entre parientes,  a veces lejanos. Ahora ya queda poca gente en los pueblos, incluso ningún ciudadano, porque marcharon a vivir  a la capital, en la cual, ya casi no se atiende a los parientes e incluso a los padres, que son los más próximos, ya que cuando se hacen mayores, los llevan a una Residencia. Ahora que vuelven las dificultades económicas, algunos ciudadanos,  al quedarse en paro, sacan a sus abuelos de la dicha Residencia y se los llevan a casa, para poder comer con lo que cobran de sus retiros. Los niños, inocentes, se alegran de convivir con sus abuelos o abuelas. Hay muchos matrimonios civiles y gran número de divorcios y ya no le queda tiempo a la gente de cultivar sus parentescos,  no sólo lejanos sino  entre parientes próximos, incluso con hermanos.

Una prueba de la ruptura de relaciones entre vecinos y parientes, se ve incluso en las gateras de  las puertas de las casas. Cuando circulabas por las calles, veías esas puertas,  durante el día, esperando que llegara algún vecino. Y cerrando normalmente durante las noches, pero   sus gateras permanecían eternamente abiertas.  Una puerta abierta era una invitación a entrar en la casa para comunicarse y enterarse mutuamente de las últimas noticias. Si en una cuadra se había puesto enfermo un animal, todo el mundo estaba interesado en ayudar a sus dueños para sanarlo. Cuando bajaba el sol, por aquella puerta pasaba todo el pueblo, para participar en la curación del animal enfermo y  contaban lo que les pasó hacía ya mucho tiempo con su macho y como lograron sacarlo adelante. Algunos vecinos conocían las virtudes curativas de muchas plantas, que algunos guardaban colgadas en sus falsas o pisos altos y las  ofrecían para obtener la salud de los enfermos.  Entonces las farmacias estaban muy lejos y no se podían  trasladar los hombres, caminando por aquellos caminos. Aquellos hombres y mujeres, sufrían al ver enfermos los animales con los que habían trabajado, de niños, en los campos y en los montes, para sacar maderos, que arrastraban con caballerías o con bueyes, hasta los ríos para con esos árboles,  fruto de su corte, montar almadías o navatas. Por el río Esca desde el Valle del Roncal, en Navarra, pasaban esas navatas por los pueblos aragoneses de Salvatierra de Esca y de Sigüés. Al paso de las navatas por el río Esca, muchas mujeres cantaban: ”Almadiero, dindilindero, mucha bolsa y poco dinero”. Después de arrastrar los maderos con las caballerías  o con bueyes, al llegar  a los ríos, montaban las almadías o navatas, se subían en ellas para navegar por el río  y  bajaban flotando por los ríos Aragón y Cinca, a veces hasta Tortosa. ¿Cómo volvían los navateros a sus tierras de origen?, sencillamente andando con sus alpargatas hasta Sigüés en las orillas del Esca o hasta Laspuña, en las del Río Cinca. En aquellos viejos tiempos aquellos campesinos trabajaban por un lado en la producción industrial de maderos, para botar barcos, casi siempre pacíficos,  aunque en el Siglo de Oro, de los Monegros sacaron millares de sabinas, árboles de muy resistente madera, para crear los barcos que habían de formar parte en la Armada Invencible, que casi toda ella fue destruida por las tempestades y no por los hombres.

  Volvían a sus pueblos, porque se acordaban de las puertas abiertas y de las gateras, por las que entraban y salían los gatos. Unos eran blancos, otros pardos, algunos “royencos” y bastantes de una negritud profunda.  De estos gatos negros, creían que alguno era amigo de la bruja del pueblo, que los hacía participar en sus imaginarios vuelos a la Peña de los Tres Reyes.                       Pero el navatero  Escabosa amaba también a los michinos de color negro, porque él había mimado a uno de ellos y se querían.

Cuando pasaban flotando sobre las aguas del río, escuchaban a las mozas cantar: ”Almadiero, dindilindero, mucha bolsa y poco dinero”. Efectivamente tenían razón, pero no completa, porque ya he dicho que lograban reunir un pequeño capital, que les permitía sobrepasar situaciones de apuro, como una mala cosecha o la muerte de alguna caballería o de alguna vaca y a algún soltero le permitiría casarse con alguna de las mozas, que al pasar por el río  le cantaban,  aquello de mucha bolsa y poco dinero. 

Cuando volvían andando a sus casas, se acordaban de las puertas abiertas, porque se conservaban las relaciones de amistad y de parentesco entre ellos y de buena vecindad con sus  vecinos.Tenían los vecinos de aquellos pueblos buenas relaciones entre ellos, pues por el monte   se encontraban unas veces, limpiando acequias, podando árboles o cortándolos  y en otras ocasiones estaban cazando conejos o perdices, a veces con escopetas y otras con cepos,  trampas y lazos. Pero eran muy usados los hurones, que estaban prohibidos, pero ahora los guardan en las casas, como mascotas. A veces los cazadores furtivos eran multados por hacer tales faenas, pero ahora ya no son multados, no por el arte venatorio de los cazadores campesinos,  sino porque ya no quedan conejos y apenas existen perdices. No hay caza pero tampoco quedan ya cazadores campesinos. Mi amigo Santiago Cáceres,  me contaba que hace unos dieciséis años, daban permiso para cazar en Vellilas,  pueblo que se encuentra al lado de Siétamo, conejos con hurones. Allí acudía Santiago con José Antonio Gallego, albañil que vivía en el Barrio del Perpetuo Socorro y se lo pasaban en grande, pegando unos cincuenta tiros cada uno, matando conejos, que escapaban de sus cados o nidos, al ser atacados por los hurones. Mataban muchos conejos a tiros, pero esto era porque les prohibían cazarlos con “preseras”, que eran redes de caza. Ahora ya no queda ni un conejo por la zona del –Somontano. Santiago a los doce años hacía, según el mismo dice, de perro para que su hermano el mayor, Alfonso disparara a las codornices. Santiago,  cuando a la “mañanada”  las oía cantar, corría hacia ellas,  no como un perro, sino como un hermano, y salían rápidamente y su hermano les disparaba. Santiago,  a pesar de contribuir a su muerte,  las amaba y todavía recuerda que esa piezas de caza, venían de Africa, unas veces montadas en un barco y otras nadando.

Los habitantes de los pueblos, convivían con todos los animales que les hacían la vida alegre, como las golondrinas, que para ellos eran sagradas y sus padres les enseñaban a respetarlas. Yo durante las vacaciones, fui a nuestra casa de Siétamo y un día, inquieto por la curiosidad de ver volar y repartir alimento a sus crías, derribé un nido de barro de una pareja de golondrinas, que lo tenían en un cubierto del corral. Mi padre se indignó y me riñó con gran disgusto, al ver la catástrofe que les había producido a tan ágiles y veloces pájaros. Los gorriones abundaban en los corrales de las casas, donde compartían con las gallinas el trigo que se les echaba, pero lo pagaban muy caro, ya que los cazaban con cepos y se los comían. Mi vecino Escartín de Siétamo, que se ha muerto hace muy pocos días de este año de 2012, a los cien años de edad, me regaló una onda hecha por él y con la que mataba gorriones en la Paul. Ahora han desaparecido casi todos los corrales y los pocos que quedan, los han convertido en jardines. Los perros, unos de caza, otros del ganado y otros de compañía, estaban siempre sueltos por las calles o acompañando a sus dueños por el monte. Los gatos, como ya hemos visto su categoría de cazadores de ratas y de ratones y a veces considerados como animales sagrados,  imitando a los emperadores egipcios, que los representaban como pequeños diosecillos. En nuestros pueblos eran también muy respetados, porque en todas las casas tenían una entrada y salida, por medio de las circulares gateras, abiertas en la parte baja de las puertas delanteras de todas las viviendas. Las caballerías y los bueyes y vacas tenían acceso a sus cuadras y vaquerías por puertas falsas, en la parte posterior de las casas. Las cabras y las ovejas, los entonces llamados grandes propietarios tenían edificios llamados parideras y allí las encerraban por la noche. Los que tenían poco ganado, lo cuidaban en común con los otros vecinos y por la mañana lo  soltaban; por las tardes cuando volvían de pastar, cuidadas por el pastor común, se separaban y cada oveja o cabra, se retiraba a la casa de sus dueños, que en invierno, cuando criaban corderos o cabritos, les ayudaban con alimentos, algunas veces con hojas de oliveras, resultantes de la poda de dichos árboles. Hoy han desaparecido ya cientos de pueblos en nuestra provincia de Huesca y en los que quedan, como Siétamo, han desaparecido varios rebaños y los que quedan se refugian en parideras, de las que parten al monte,  sin pisar las calles, que ya están asfaltadas y no soportan el  sirrio o estiércol, que eliminan las cabras y las ovejas.

Entre tantos animales, vivían curanderos, que no se sabe si los  curaban o los mataban, por medios supersticiosos, que les aplicaban como si fueran brujos, en  tanto otros curanderos, con experiencia y orientados por el sentido común, hacían curaciones extraordinarias. Al lado de Siétamo, en el pueblo de Ibieca, había un señor alto y fuerte, llamado Matías Estaún, nacido en la casa del mismo nombre, que en muchas ocasiones, curó a caballerías y a bueyes, de roturas y pérdidas de articulaciones. A veces el veterinario,   vivía en puntos lejanos a aquel en que se encontraba el animal lesionado y carecía de medios para atenderlo, llegando a darse el caso de dar como solución la de matar al animal. Entonces Matías Estaún, ”empilmaba” con pez y con cañas las roturas y colgaba a los animales con varias cinchas anchas, para evitar roces. He dicho que les enyesaba la rotura ósea, pero no hacía tan moderna operación  con yeso, sino con cañas y pez, y los tenía colgados durante cuarenta días.

Los bueyes se “desancaban” a veces, es decir, que se desencajaba la articulación coxo-femoral  y después de hacerles una sujeción, también con pez, después de cierto tiempo,  volvían a trabajar. Se ha escrito mucho de la superstición de los curanderos, pero muchos de ellos, como el de Ibieca, Matías Estaún, eran hombres rurales y de paz, contribuyendo a la vida pacífica de aquellos pueblos desaparecidos o en trance de acabar su vida para siempre.     

2 comentarios:

  1. ¡Cuánto añoro esa vida de pueblo!

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  2. Qué recuerdos tengo de los últimos años de la "vida de pueblo"

    Por cierto, que mi chupete, "se lo llevó el gato negro". Eso es lo que me dijeron para eliminar mi gran afición al mismo.

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Ya pasaron más de ciento cincuenta años de la vida de Goya.-

"Van cayendo con las hojas amarillas Las que fueron mis verdes ilusiones. El aire las agita y las levanta Formando fantásticas visiones...