Puerta con gatera |
Navata |
Bueyes de labranza |
Yo, como veterinario, he vivido
la vida de muchos pueblos y allí gozaba de la paz y de la convivencia con los
campesinos. Sufría cuando algún animal caía enfermo, pero gozaba cuando alguno
se curaba por sus propias defensas o por
alguna de mis torpes intervenciones, por ejemplo cuando, con éxito, le daba un
producto contra el cólico a una mula, que volvía a comer por haberse despedido del dolor, que le había causado el citado
cólico. Otras veces, cuando el parto de una vaca, se complicaba por malas
posiciones del feto y lograba corregir mecánicamente esa mala posición, salía un hermoso ternero vivito y coleando.
Aparecía yo en una cuadra, donde no estaba sólo, sino acompañado por numerosos
habitantes del pueblo, que contaban otros casos clínicos, a los que ellos
habían asistido. Unas veces consolaban a los dueños del animal y otras te
aconsejaban, sobre como yo, debía actuar para tener éxito. Alguna vieja
recitaba romances que contaban casos tristes, en que la oración a algún santo,
se convertía en milagro. Allí no te faltaban atenciones, ofreciéndote tragos de
vino o de licor fabricado por ellos mismos en un alambique, que yo no aceptaba
por la salud del animal y la mía propia. No permitían aquellos ganaderos que se
te acercara ninguna necesidad, para que no pasaras hambre u otra molestia, que influyera
en el buen éxito de la visita. Aquellos campesinos pasaban malos ratos, pero
eran felices, de la misma forma que no
ganando apenas dinero, no les faltaba un
mínimo capital, que les ayudara a salir de una situación de apuro, unas veces
por malas cosechas o por muerte de algún animal, como una mula o una vaca.
Conservaban y mantenían sus
relaciones entre vecinos y a los parientes se les tenía en cuenta y cuando
llegaban las fiestas de los pueblos, acudían como invitados a comer, a jugar a las cartas, a jugar algún partido de
pelota y los jóvenes a bailar y a buscarse novia. Ahora ya no se cultiva el
parentesco, que se conservaba durante largos periodos de tiempo y se
comunicaban entre parientes, a veces
lejanos. Ahora ya queda poca gente en los pueblos, incluso ningún ciudadano,
porque marcharon a vivir a la capital,
en la cual, ya casi no se atiende a los parientes e incluso a los padres, que
son los más próximos, ya que cuando se hacen mayores, los llevan a una Residencia.
Ahora que vuelven las dificultades económicas, algunos ciudadanos, al quedarse en paro, sacan a sus abuelos de la
dicha Residencia y se los llevan a casa, para poder comer con lo que cobran de sus
retiros. Los niños, inocentes, se alegran de convivir con sus abuelos o
abuelas. Hay muchos matrimonios civiles y gran número de divorcios y ya no le
queda tiempo a la gente de cultivar sus parentescos, no sólo lejanos sino entre parientes próximos, incluso con
hermanos.
Una prueba de la ruptura de
relaciones entre vecinos y parientes, se ve incluso en las gateras de las puertas de las casas. Cuando circulabas
por las calles, veías esas puertas, durante el día, esperando que llegara algún
vecino. Y cerrando normalmente durante las noches, pero sus
gateras permanecían eternamente abiertas. Una puerta abierta era una invitación a entrar
en la casa para comunicarse y enterarse mutuamente de las últimas noticias. Si
en una cuadra se había puesto enfermo un animal, todo el mundo estaba
interesado en ayudar a sus dueños para sanarlo. Cuando bajaba el sol, por
aquella puerta pasaba todo el pueblo, para participar en la curación del animal
enfermo y contaban lo que les pasó hacía
ya mucho tiempo con su macho y como lograron sacarlo adelante. Algunos vecinos
conocían las virtudes curativas de muchas plantas, que algunos guardaban colgadas
en sus falsas o pisos altos y las ofrecían
para obtener la salud de los enfermos. Entonces
las farmacias estaban muy lejos y no se podían trasladar los hombres, caminando por aquellos
caminos. Aquellos hombres y mujeres, sufrían al ver enfermos los animales con
los que habían trabajado, de niños, en los campos y en los montes, para sacar
maderos, que arrastraban con caballerías o con bueyes, hasta los ríos para con
esos árboles, fruto de su corte, montar
almadías o navatas. Por el río Esca desde el Valle del Roncal, en Navarra,
pasaban esas navatas por los pueblos aragoneses de Salvatierra de Esca y de
Sigüés. Al paso de las navatas por el río Esca, muchas mujeres cantaban: ”Almadiero,
dindilindero, mucha bolsa y poco dinero”. Después de arrastrar los maderos con
las caballerías o con bueyes, al
llegar a los ríos, montaban las almadías
o navatas, se subían en ellas para navegar por el río y bajaban
flotando por los ríos Aragón y Cinca, a veces hasta Tortosa. ¿Cómo volvían los
navateros a sus tierras de origen?, sencillamente andando con sus alpargatas
hasta Sigüés en las orillas del Esca o hasta Laspuña, en las del Río Cinca. En
aquellos viejos tiempos aquellos campesinos trabajaban por un lado en la
producción industrial de maderos, para botar barcos, casi siempre
pacíficos, aunque en el Siglo de Oro, de
los Monegros sacaron millares de sabinas, árboles de muy resistente madera, para
crear los barcos que habían de formar parte en la Armada Invencible, que casi
toda ella fue destruida por las tempestades y no por los hombres.
Volvían
a sus pueblos, porque se acordaban de las puertas abiertas y de las gateras,
por las que entraban y salían los gatos. Unos eran blancos, otros pardos,
algunos “royencos” y bastantes de una negritud profunda. De estos gatos negros, creían que alguno era
amigo de la bruja del pueblo, que los hacía participar en sus imaginarios
vuelos a la Peña de los Tres Reyes. Pero el navatero Escabosa amaba también a los michinos de color
negro, porque él había mimado a uno de ellos y se querían.
Cuando pasaban flotando sobre las
aguas del río, escuchaban a las mozas cantar: ”Almadiero, dindilindero, mucha
bolsa y poco dinero”. Efectivamente tenían razón, pero no completa, porque ya
he dicho que lograban reunir un pequeño capital, que les permitía sobrepasar
situaciones de apuro, como una mala cosecha o la muerte de alguna caballería o
de alguna vaca y a algún soltero le permitiría casarse con alguna de las mozas,
que al pasar por el río le cantaban, aquello de mucha bolsa y poco dinero.
Cuando volvían andando a sus
casas, se acordaban de las puertas abiertas, porque se conservaban las
relaciones de amistad y de parentesco entre ellos y de buena vecindad con
sus vecinos.Tenían los vecinos de
aquellos pueblos buenas relaciones entre ellos, pues por el monte se
encontraban unas veces, limpiando acequias, podando árboles o cortándolos y en otras ocasiones estaban cazando conejos
o perdices, a veces con escopetas y otras con cepos, trampas y lazos. Pero eran muy usados los
hurones, que estaban prohibidos, pero ahora los guardan en las casas, como
mascotas. A veces los cazadores furtivos eran multados por hacer tales faenas, pero
ahora ya no son multados, no por el arte venatorio de los cazadores campesinos,
sino porque ya no quedan conejos y
apenas existen perdices. No hay caza pero tampoco quedan ya cazadores
campesinos. Mi amigo Santiago Cáceres, me contaba que hace unos dieciséis años, daban
permiso para cazar en Vellilas, pueblo
que se encuentra al lado de Siétamo, conejos con hurones. Allí acudía Santiago
con José Antonio Gallego, albañil que vivía en el Barrio del Perpetuo Socorro y
se lo pasaban en grande, pegando unos cincuenta tiros cada uno, matando conejos,
que escapaban de sus cados o nidos, al ser atacados por los hurones. Mataban
muchos conejos a tiros, pero esto era porque les prohibían cazarlos con
“preseras”, que eran redes de caza. Ahora ya no queda ni un conejo por la zona
del –Somontano. Santiago a los doce años hacía, según el mismo dice, de perro
para que su hermano el mayor, Alfonso disparara a las codornices. Santiago, cuando a la “mañanada” las oía cantar, corría hacia ellas, no como un perro, sino como un hermano, y
salían rápidamente y su hermano les disparaba. Santiago, a pesar de contribuir a su muerte, las amaba y todavía recuerda que esa piezas de
caza, venían de Africa, unas veces montadas en un barco y otras nadando.
Los habitantes de los pueblos,
convivían con todos los animales que les hacían la vida alegre, como las
golondrinas, que para ellos eran sagradas y sus padres les enseñaban a
respetarlas. Yo durante las vacaciones, fui a nuestra casa de Siétamo y un día,
inquieto por la curiosidad de ver volar y repartir alimento a sus crías,
derribé un nido de barro de una pareja de golondrinas, que lo tenían en un
cubierto del corral. Mi padre se indignó y me riñó con gran disgusto, al ver la
catástrofe que les había producido a tan ágiles y veloces pájaros. Los
gorriones abundaban en los corrales de las casas, donde compartían con las
gallinas el trigo que se les echaba, pero lo pagaban muy caro, ya que los
cazaban con cepos y se los comían. Mi vecino Escartín de Siétamo, que se ha
muerto hace muy pocos días de este año de 2012, a los cien años de edad, me
regaló una onda hecha por él y con la que mataba gorriones en la Paul. Ahora
han desaparecido casi todos los corrales y los pocos que quedan, los han
convertido en jardines. Los perros, unos de caza, otros del ganado y otros de
compañía, estaban siempre sueltos por las calles o acompañando a sus dueños por
el monte. Los gatos, como ya hemos visto su categoría de cazadores de ratas y
de ratones y a veces considerados como animales sagrados, imitando a los emperadores egipcios, que los
representaban como pequeños diosecillos. En nuestros pueblos eran también muy
respetados, porque en todas las casas tenían una entrada y salida, por medio de
las circulares gateras, abiertas en la parte baja de las puertas delanteras de
todas las viviendas. Las caballerías y los bueyes y vacas tenían acceso a sus
cuadras y vaquerías por puertas falsas, en la parte posterior de las casas. Las
cabras y las ovejas, los entonces llamados grandes propietarios tenían
edificios llamados parideras y allí las encerraban por la noche. Los que tenían
poco ganado, lo cuidaban en común con los otros vecinos y por la mañana lo soltaban; por las tardes cuando volvían de
pastar, cuidadas por el pastor común, se separaban y cada oveja o cabra, se
retiraba a la casa de sus dueños, que en invierno, cuando criaban corderos o
cabritos, les ayudaban con alimentos, algunas veces con hojas de oliveras, resultantes
de la poda de dichos árboles. Hoy han desaparecido ya cientos de pueblos en
nuestra provincia de Huesca y en los que quedan, como Siétamo, han desaparecido
varios rebaños y los que quedan se refugian en parideras, de las que parten al
monte, sin pisar las calles, que ya
están asfaltadas y no soportan el sirrio
o estiércol, que eliminan las cabras y las ovejas.
Entre tantos animales, vivían
curanderos, que no se sabe si los curaban o los mataban, por medios
supersticiosos, que les aplicaban como si fueran brujos, en tanto otros curanderos, con experiencia y
orientados por el sentido común, hacían curaciones extraordinarias. Al lado de
Siétamo, en el pueblo de Ibieca, había un señor alto y fuerte, llamado Matías
Estaún, nacido en la casa del mismo nombre, que en muchas ocasiones, curó a
caballerías y a bueyes, de roturas y pérdidas de articulaciones. A veces el
veterinario, vivía en puntos lejanos a
aquel en que se encontraba el animal lesionado y carecía de medios para
atenderlo, llegando a darse el caso de dar como solución la de matar al animal.
Entonces Matías Estaún, ”empilmaba” con pez y con cañas las roturas y colgaba a
los animales con varias cinchas anchas, para evitar roces. He dicho que les
enyesaba la rotura ósea, pero no hacía tan moderna operación con yeso, sino con cañas y pez, y los tenía
colgados durante cuarenta días.
Los bueyes se “desancaban” a
veces, es decir, que se desencajaba la articulación coxo-femoral y después de hacerles una sujeción, también
con pez, después de cierto tiempo, volvían a trabajar. Se ha escrito mucho de la
superstición de los curanderos, pero muchos de ellos, como el de Ibieca, Matías
Estaún, eran hombres rurales y de paz, contribuyendo a la vida pacífica de
aquellos pueblos desaparecidos o en trance de acabar su vida para siempre.
¡Cuánto añoro esa vida de pueblo!
ResponderEliminarQué recuerdos tengo de los últimos años de la "vida de pueblo"
ResponderEliminarPor cierto, que mi chupete, "se lo llevó el gato negro". Eso es lo que me dijeron para eliminar mi gran afición al mismo.