lunes, 18 de junio de 2012

San Pedro el Viejo


Núñez de Arce recordaba “cuando en su edad primera entraba en nuestras viejas catedrales, donde postrado ante la Cruz de hinojos, alzaba a Dios los ojos implorando  los favores celestiales“. Yo me acuerdo cuando entraba en nuestro viejo “San Pedro”. En las catedrales góticas sentía uno su propia pequeñez bajo los elevados arcos ojivales, me anonadaban los sones de los enormes tubos del órgano que me recordaban arcángeles apocalípticos llamando al Juicio Final ;me deslumbraban los rayos del sol, que se descomponían en múltiples colores,  al atravesar las vidrieras de los rasgados ventanales. Pero cuando entraba en el románico “San Pedro el Viejo”me sentía acogido por la intimidad de su recinto, que daba serenidad a mi pequeño y inquieto espíritu. La luz era difusa y grata ;los arcos de medio punto estaban próximos a mi mirada y no tenían la agresividad puntiaguda de los arcos ojivales; San Pedro, con sus luengas barbas, ofrecía un aspecto paternal y brindaba su enorme llave indicando amable que me facilitaría la entrada en el Reino de los Cielos.

En cierta ocasión me requirieron para “manchar” en el fuelle que daba aire al órgano, éste no me recordaba a ángeles vengadores, sino a los “ángeles músicos” de Memling, que están en el Museo de Amberes.

Los beneficiados de San Pedro no tenían el aspecto imponente de los canónigos catedralicios, con sus ropajes rojos, pero coincidían en llevar unas chepas postizas, que según dicen eran como unos “sambenitos “ por haber sido, en tiempos pasados, fieles al aragonés Papa Luna.

Mosen Santamaría, con su sencillez y bondad, inspiraba confianza para aproximarse a su  confesonario. El párroco, desde el púlpito, además de predicar, exponía a los feligreses sus planes, como aquella vez que pedía ayuda  para comprar un palio nuevo,  porque ya estaba “farto d’ir de amprón”.¡Qué lástima que no lo escuchara el señor Alvar!.

Cuando salíamos a los claustros admirábamos los capiteles con sus figuras tan ingenuas, que parecían muñecos y nos hacían perder el miedo a los linajudos muertos que descansaban bajo o tras sus losas funerarias. Tanta era la confianza que, en una tumba medio tapada por una figura de madera, la levantábamos para ver los huesos de su ocupante, interrumpiendo sacrílegamente su descanso.

Pero la paz entraba en mi corazón, al ver las tumbas de un antepasado mío, del que se conserva su nombre y apellido, a saber Michael Almudévar y el de su esposa María.
José Antonio Llanas quería tanto a esta parroquia de San Pedro el Viejo, que quiso le hicieran el funeral en ella y no en la Catedral de Huesca. 

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