Núñez de Arce
recordaba “cuando en su edad primera entraba en nuestras viejas catedrales,
donde postrado ante la Cruz de hinojos, alzaba a Dios los ojos implorando los favores celestiales“. Yo me acuerdo
cuando entraba en nuestro viejo “San Pedro”. En las catedrales góticas sentía
uno su propia pequeñez bajo los elevados arcos ojivales, me anonadaban los
sones de los enormes tubos del órgano que me recordaban arcángeles
apocalípticos llamando al Juicio Final ;me deslumbraban los rayos del sol, que
se descomponían en múltiples colores, al
atravesar las vidrieras de los rasgados ventanales. Pero cuando entraba en el
románico “San Pedro el Viejo”me sentía acogido por la intimidad de su recinto,
que daba serenidad a mi pequeño y inquieto espíritu. La luz era difusa y grata
;los arcos de medio punto estaban próximos a mi mirada y no tenían la
agresividad puntiaguda de los arcos ojivales; San Pedro, con sus luengas
barbas, ofrecía un aspecto paternal y brindaba su enorme llave indicando amable
que me facilitaría la entrada en el Reino de los Cielos.
En cierta
ocasión me requirieron para “manchar” en el fuelle que daba aire al órgano,
éste no me recordaba a ángeles vengadores, sino a los “ángeles músicos” de
Memling, que están en el Museo de Amberes.
Los
beneficiados de San Pedro no tenían el aspecto imponente de los canónigos
catedralicios, con sus ropajes rojos, pero coincidían en llevar unas chepas
postizas, que según dicen eran como unos “sambenitos “ por haber sido, en
tiempos pasados, fieles al aragonés Papa Luna.
Mosen
Santamaría, con su sencillez y bondad, inspiraba confianza para aproximarse a
su confesonario. El párroco, desde el
púlpito, además de predicar, exponía a los feligreses sus planes, como aquella
vez que pedía ayuda para comprar un
palio nuevo, porque ya estaba “farto
d’ir de amprón”.¡Qué lástima que no lo escuchara el señor Alvar!.
Cuando
salíamos a los claustros admirábamos los capiteles con sus figuras tan
ingenuas, que parecían muñecos y nos hacían perder el miedo a los linajudos
muertos que descansaban bajo o tras sus losas funerarias. Tanta era la
confianza que, en una tumba medio tapada por una figura de madera, la
levantábamos para ver los huesos de su ocupante, interrumpiendo sacrílegamente
su descanso.
Pero la paz
entraba en mi corazón, al ver las tumbas de un antepasado mío, del que se
conserva su nombre y apellido, a saber Michael Almudévar y el de su esposa
María.
José
Antonio Llanas quería tanto a esta parroquia de San Pedro el Viejo, que quiso
le hicieran el funeral en ella y no en la Catedral de Huesca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario