Coscullano |
Hace unos quince días, salió
Lorenzo en el Diario del Alto Aragón y recordaba la multitud de cosas que han
cambiado en nuestras vidas. Y yo me acuerdo de cómo él me narraba, no sólo
nuestras vidas, sino la vida de los pueblos, pues en cierta ocasión me acompañó
hasta la Sierra, donde estuvo levantada
una ermita, en la que sólo se veía el suelo ennegrecido, como si allí hubiera
ardido algún edificio. Esa ermita fue
construida por los bárbaros y
allí encontraron unas reliquias de arte visigótico, que se exhiben y se guardan
en el Museo Provincial. Desde aquellos lejanos tiempos hasta los actuales ha conocido Lorenzo muchas historias, pero
dentro de sus ochenta y un años, ha conocido muchas más,
que se han dado en el Somontano y en la Hoya de Huesca. Me contaba hace
unos días que en Coscullano, después de la Guerra Civil, vivían ciento setenta
habitantes, de los que hoy en día quedan trece o catorce. Me hablaba del juego
a la pelota en el frontón, que todavía se encuentra al lado de la iglesia.
Recordaba a todos los que subían a la
Sierra a buscar aquellos frutos que llevaban a vender a Huesca. Me explicaba la
historia de aquel molino de aceite, con el que molían olivas, siete u ocho
vecinos de Coscullano, que ya están allá arriba. Producía con ellos aquel suave
aceite, que empleaban “para iluminarse
con los candiles, para alabar al Señor en el Sagrario e incluso para curar sus
males” Y a Lorenzo, se los curaba aquel aceite, pero no sólo los arañazos que
se hacía en su piel en el monte y en el huerto, sino que además de curarle el
corazón del odio y del trato duro con los hombres y mujeres, lo hacía convivir
con todo el mundo con cariño, pues no podía pasar, acompañado de su esposa
Aurita, sin ir a acompañar en los entierros a multitud de amigos, que como él
se ha ido, se marcharon de este mundo.
En su casa, que es como un
mirador al pie de la Sierra, recibía a todos los que hasta allí subían y con su esposa obsequiaban a todos los
visitantes con pastas y vino e incluso con enormes lechugas y coles. Cuando
llegaba el verano, se producía el placer de salir a una gran terraza, en que se
respiraba y se observaban pueblos con paisajes vestidos de carrascas, como
Arbaniés, Castejón y Siétamo. Tuvo que cambiar, como todos los vecinos de
aquellos pueblos, las mulas por los tractores, el carro por el automóvil y los
ciento setenta habitantes de Coscullano por los doce o trece, que ahora tiene.
Pero siempre convivió con la
familia de su hermana, casada en Tierz,
con su difunto hermano el Seretario, con su hermana la monja de Santa Ana y con
su buena esposa Aurita, a la que vi
besarle en la frente, cuando estaba tendido en la cama del Hospital. Le
daban alegría sus dos hijas Carmen y Paz, casadas, la mayor con Enrique y
Paz con Ignacio. Pero la alegría de su vida la constituían sus nietos
Belén y Lorencito.
Se ha marchado Lorenzo y se
ha puesto en evidencia el cambio de la vida de los pueblos, en la que él tanto
trabajó. Me acuerdo cuando se puso el agua corriente en todo el pueblo, de
cuando restauraron la Ermita de San Pedro, de cuando implantaron el monumento
al viejo molino de aceite, de la urbanización de las calles y de tantas otras
cosas en las que Lorenzo puso todo su entusiasmo. ¡Cómo convivían las familias
de Coscullano y qué pronto, por desgracia desaparecerán esas costumbres en
nuestros pueblos del Somontano! ¡Adios, Lorenzo!.
Quien sabe si este hombre era uno de mis antepasados! Soy Ma.Angeles de Angüés, mi segundo apellido es Zamora y uno de mis antepasados maternos era de Coscullano. Por alguna característica común con este antepasado, la mujer más vieja del lugar por aquel entonces, me llamaba coscullanera
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