Mi amigo Manolo nació en un
pueblo de nuestra Montaña altoaragonesa, uno de esos lugares siempre verdes, de
un verde fresco, tan verde que sólo deja de serlo para tornarse blanco, con la
más fresca nieve invernal. Nuestros montañeses han sido grandes andarines;
basta ver las largas zancadas que dan cuando caminan por nuestros cosos,
típicas calles del Alto Aragón. Pareces tipos postizos, pues se nota que no se
hallan en su medio ambiente habitual. Desde que dejaron de ser necesarios para
repoblar otras zonas de Aragón, tuvieron que buscar otros lugares a los que
emigrar. Los hijo segundones, no herederos, que no se conformaron con
permanecer en sus casas natales como “tiones”, atravesaron la frontera y se
establecieron en Francia, otros cruzaron el charco y aparecieron en las
Américas, mientras otros se fueron a Cataluña. Hubo una época en que les dio
por ir a trabajar a la Guinea, antes española; entre estos estaba mi amigo
Manolo, el de la tierna sonrisa, el bonachón sempiterno. ¿Qué trabajo le aguardaba? , eran dos y no uno. El primero el
cambio de clima. De los verdes y frescos prados
que he nombrado y con nieves perpetuas en el horizonte tuvo que pasar al
bosque tropical de un verde extraño y un calor húmedo y agobiante. Pero no fue
este su peor trabajo, sino otro, que
dado su carácter no le podía ir menos:
el de negrero.
A su rostro sonrosado, siempre
rodeado de color verde ambiental, le iba mejor ver en el horizonte la blanca
cara de su Montaña, que las caras negras de sus pupilos, cuando tenía sed. En
su pueblo bebía leche fría y en Guinea bebía café. Por cierto que cuando así lo
hacía, se acordaba de la canción que tantas veces había oído en sus fiestas
patronales: ¡Ay, mama Inés, ay mama Inés, todos los negros en Cuba, tomamos
café!. De tanto sudar y de tanto tomar café ya era casi un negro más. Se
acordaba de las vacas de su casa y se le criaba lo mismo que a ellas, pero
mala.
Cuando los bubis nativos y los
ibos, inmigrados de Nigeria, se lo miraban con sus ojos blanquísimos y con su
odio negrísimo, se le ponía mal café, porque él no odiaba ni había odiado
nunca. Y mucho menos cuando se trataba de mujeres, fueran éstas blancas, como la
leche o negras como el café.
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