jueves, 6 de septiembre de 2012

Del Pirineo al bosque tropical



Mi amigo Manolo nació en un pueblo de nuestra Montaña altoaragonesa, uno de esos lugares siempre verdes, de un verde fresco, tan verde que sólo deja de serlo para tornarse blanco, con la más fresca nieve invernal. Nuestros montañeses han sido grandes andarines; basta ver las largas zancadas que dan cuando caminan por nuestros cosos, típicas calles del Alto Aragón. Pareces tipos postizos, pues se nota que no se hallan en su medio ambiente habitual. Desde que dejaron de ser necesarios para repoblar otras zonas de Aragón, tuvieron que buscar otros lugares a los que emigrar. Los hijo segundones, no herederos, que no se conformaron con permanecer en sus casas natales como “tiones”, atravesaron la frontera y se establecieron en Francia, otros cruzaron el charco y aparecieron en las Américas, mientras otros se fueron a Cataluña. Hubo una época en que les dio por ir a trabajar a la Guinea, antes española; entre estos estaba mi amigo Manolo, el de la tierna sonrisa, el bonachón sempiterno. ¿Qué trabajo le  aguardaba? , eran dos y no uno. El primero el cambio de clima. De los verdes y frescos prados  que he nombrado y con nieves perpetuas en el horizonte tuvo que pasar al bosque tropical de un verde extraño y un calor húmedo y agobiante. Pero no fue este su peor trabajo, sino otro,  que dado su carácter no le podía ir  menos: el de negrero.

A su rostro sonrosado, siempre rodeado de color verde ambiental, le iba mejor ver en el horizonte la blanca cara de su Montaña, que las caras negras de sus pupilos, cuando tenía sed. En su pueblo bebía leche fría y en Guinea bebía café. Por cierto que cuando así lo hacía, se acordaba de la canción que tantas veces había oído en sus fiestas patronales: ¡Ay, mama Inés, ay mama Inés, todos los negros en Cuba, tomamos café!. De tanto sudar y de tanto tomar café ya era casi un negro más. Se acordaba de las vacas de su casa y se le criaba lo mismo que a ellas, pero mala.

Cuando los bubis nativos y los ibos, inmigrados de Nigeria, se lo miraban con sus ojos blanquísimos y con su odio negrísimo, se le ponía mal café, porque él no odiaba ni había odiado nunca. Y mucho menos cuando se trataba de mujeres, fueran éstas blancas, como la leche o negras como el café.

Manolo se cansó de tomar  tanto café y de criar mala leche y se vino a Huesca. Lo podéis ver por el Coso dando grandes zancadas y con su recobrada sonrisa en los labios, que nuca abandona.    

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