Me encontré con él en un almacén
de pinturas, con cuyo dueño le unía una gran amistad. Está jubilado, pero
durante muchos años se dedicó a pintar domicilios, naves, etc., etc. y le
compraba los materiales al dueño del almacén, donde nos encontrábamos.
Comenzamos la conversación y me
emocionó el escuchar los sentimientos y pensamientos que giraban por su cabeza.
Me dijo que era ateo, pero sin embargo era gran amante de la tradición, pues
acudía a misas y a otras ceremonias que le atraían, como le atraía la amistad
de las personas que habían muerto y
cuyos funerales estaba concelebrando. Al preguntarle de donde era y contestarme
que había nacido en la Villa de Almudévar y en casa Maragato, yo no pude menos
que preguntarle, si amas la tradición, ¿cómo no
crees en el cielo, acordándote tanto de la Virgen de la Corona, a la que
tanto quieres?. Tomás se emocionó y me dijo que no creía en Dios porque, ya de
niño le dijeron que Dios premiaba a los buenos y castigaba a los malos. Pero a
él, siendo todavía un niño, se le quitó la fe, al ver morir a su buena madre, siempre maltratada por su
marido. Si, su madre murió, pero él esperaba ver un castigo divino caer sobre
su cruel padre, pero no le llegó ese castigo tan esperado.
¡Qué contraste, Dios mío, se da
en la mente de este buen hombre, Tomás Galindo!, que no cree en Dios, pero se siente emocionado por los recuerdos
de la Virgen de la Corona, Madre de todos los hijos de Almudévar, igual que fue madre suya la señora Rosa, que
nació para sufrir, pero de donde le ha salido este hijo que la recuerda y la
ama y la compara a la Virgen de la Corona.
Hasta cumplir los diecisiete
años, después de ejercer incluso de pastor, permaneció en Almudévar y allí
frecuentaba las casas de sus tías Presen y Gregoria, las cuales estaban
situadas en la parte alta, donde preside todo Almudévar, la Virgen de la Corona
en su ermita.
Cuando subía, le atraía mirar la
espadaña, donde colgaban las dos “campanetas” o campanillas del reloj de la
ermita. En 1952, alguien de los que gobernaban la Villa propuso “adquirir un
nuevo reloj y de las campanas que hay en el reloj de la Corona, la grande la
colocarían en un lugar donde colgaría de
la torre de la parroquia, que está rota”. Quitaron las dos campanas, lo que
contribuyó a disminuir la fe de Tomás, porque sus ojos las miraban y sus oídos
gozaban al escuchar sus sonidos de campana: ¡din-don,din-don, don-don!.
Después de sacadas las campanas,
un concejal, que no tenía los mismos sentimientos que sentía Tomás y todo el
pueblo de Almudévar, ordenó derribar la torreta o espadaña del reloj de la
Corona y a muchos les brotaron las lágrimas de los ojos, pero el tiempo, que
todo lo borra, también borró los recuerdos del pueblo. Sin embargo siempre
queda algún hijo predilecto, que toda su vida se acuerda de la espadaña del
reloj de la ermita de la Virgen de la Corona y lamenta la algarada que cometió
el que mandó derribarla. Pero es que Tomás se acuerda de todas las cosas que le
han ocurrido en la vida, fueran buenas o fueran malas y ¡fueron tantas!. Si,
porque a los dieciséis años ya se
consideró a sí mismo como un pastor jubilado, es decir, que tan joven, ya la
sabiduría se le había metido dentro de su cerebro, pues pensaba en la maternidad
de las ovejas, que amaban a sus corderos y que cuando volvían de pacer o
“apajentarse” en el monte, se oían por todas las parideras y sus alrededores
los fuertes balidos de las madres y los tiernos del bé, bé,bé, que emitían los
corderos.
El entonces se acordaba de su
buena madre, la señora Rosa y miraba el retrato que de ella tenía formado en su
memoria y al oír a las ovejas contempladas por los corderos, a él le apetecía
llamarla allá arriba, pero no le contestaba.
No sé si esa ausencia de su madre,
inconscientemente, le llevó a servir en muchos patrimonios agrarios. Luego en
Cataluña en vaquerías que producían leche y más tarde, insistió en la búsqueda
de su padre, para saldar la deuda moral que tenía con él, yéndose a Francia y
allí le echó en cara el mal trato que había dado a su esposa. De la misma forma
que le resulta difícil ponerse en contacto con su madre, que está a la vera de
Dios, cuando la encuentre, estará con Él.
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