lunes, 7 de julio de 2014

La señora María Mora o la “seña” María



Cuando  conocí  a la “seña”  María Mora yo tenía unos cuatro o cinco años de edad. Y admiraba a todas las personas que iba conociendo en mi corta vida. Pero a María Mora no sólo la admiraba, sino que la amaba, porque era cariñosa con todo el mundo y endulzaba la existencia de todos los que a ella se acercaban. Llegó la Guerra civil y la perdí de vista, porque  yo con mi familia huimos a Huesca y después a Jaca y por fin a Ansó, ya cerca de Francia, donde no tuvimos necesidad de entrar, porque ya se intuía el fin de la Guerra Civil. Cuando  ya se estaba acabando en  la provincia, retornamos a Huesca, donde nos quedamos a vivir con mi abuela Agustina. No podíamos regresar a Siétamo, porque esta Villa, parecía un pueblo desaparecido, con sus calles llenas de “enrruenas” y en nuestra casa habían caído unas sesenta bombas de artillería.  Pero yo,  aprovechaba las ocasiones, en que mi buen padre, me llevaba a Siétamo en la barra de su bicicleta y otras veces subíamos a un autobús. En el pueblo me encontraba con los niños de mi edad y recorríamos las ruinas que los aviones, los cañones y el fuego  provocado por los que se apoderaron de Siétamo. Uno de ellos era Antoñito del Herrero y el otro era Rafael de Lasierra. No se encontraban objetos de provecho, sino únicamente  balines de fusil en abundancia como se encuentran los guijarros en la orilla de los ríos. Todo recordaba la Guerra, pues no había alimentos ni alpargatas, sino abarcas de caucho, procedentes de las  ruedas  de los camiones, y automóviles , que por allí se encontraban destrozados; pero en un muro de casa Cavero derribado, en su base se encontraba un agujero  del que buscando algo útil, nos salió una antigua pistola. Estábamos en un ambiente repugnante, es decir en un solar de guerra, en que sólo quedaba el recuerdo de otras luchas anteriores. Mis amigos, que habían  asistido conmigo a la Escuela, antes de la Guerra, comían pan negro,  remojando la superficie de su miga con un poco de vino, que le echaban por encima de esa miga y que solían  acompañar, los que la tenían,  con un poco de azúcar.
En nuestra casa de Almudévar, vivía la familia del señor  Domingo Borruel y de la señora María Oliva, porque nosotros, como estaba mi buena madre enferma del corazón, nos acompañaba muy pocas veces a Siétamo y cuando podía hacerlo, nos  acogía la señora Isabel  de la Posada, en esta casa,  que le tenía arrendada mi padre. Por cierto que esta gran casa se la cedió mi padre a a los señores Borruel, cuando yo me hice cargo, después de haber estudiado la carrera de Veterinario, del cultivo del patrimonio, que la Guerra Civil,  nos obligó a abandonar en 1939.
Yo no podía olvidar la vida en nuestra casa Almudévar de Siétamo, y encontraba el cariños de aquellas personas que tanto habían sufrido a causa de la Guerra, pero así como existían personas que lo pasaron mal en ella, ya no nos querían, como antes, cuando nosotros habíamos estado muy lejos de Siétamo. Pero yo encontraba la amistad de los niños, como Rafael,  Fernando,,Antoñito y de los mayores,  como el señor Jorge, que guardó las caballerías en la Torre Casaus de Huesca y las volvió a Siétamo,  donde siguió cultivando la tierra durante cierto tiempo. ¡Dios mío,  qué buena persona era el señor Jorge!. También lo era el señor Silvestre, que era pastor de nuestras ovejas y ¡puro milagro! que al acabar la Guerra, volvió a Siétamo con el ganado, que hizo salir durante ella del peligro de la lucha. ¡Cómo!,  con pozales de agua, bajaba corriendo a la fuente alta a buscar agua para apagar la paridera, que consiguió conservar utilizable. Eran hombres,  que a pesar de sufrir esas luchas entre los ciudadanos, ellos no odiaban a nadie, sino que defendieron la vida de las familias ajenas y de las propias. Jorgre,  cuando vinieron a trabajar la tierra,  se marchó a Sesa,  y  Silvertre, marchó a Fañanás, donde todavía vive su hijo casado y un nieto, que trabaja en Huesca. Las mujeres, con su sentimiento maternal nos trataban muy bien a mis hermanos y a mí mismo. Isabel de la Posada era una señora buena,  trabajadora y nos cuidaba muy bien. A María Oliva esposa de Borruel, no la vi jamás de mal genio, porque siempre nos cuidaba y procuraba darnos buenos alimentos, en unos tiempos, en los que se comía lo que se podía. Me acuerdo que en una ocasión,  tuvo que darnos a mi padre  a su esposo e hijos, bellotas cocidas. En otras situaciones nos guisaba guijas, que por cierto ya no se han vuelto a consumir. Bien se nos valió que el matrimonio de Borruel  era  muy trabajador y cultivaba la huerta de maravilla. A parte mataba algún cordero y criaba cerdos.
En aquel hogar de mi casa, que todavía se conserva, en aquellas dos mesas que se levantaban verticalmente,  apoyadas en la pared y que se bajaban a una posición horizontal, en la que se colocaban los platos, vasos, el porrón y calentados por el fuego del hogar, se vivía con felicidad. Allí llegaba la señora María Mora, a ayudar a la señora María y todo era alegría en su rostro y en su comportamiento. Eran buenos los señores Jorge y Silvestre, pero la señora María, la señora Isabel y la señora María Mora, eran tres mujeres que trataban de hacer a los humanos felices en aquellos tiempos de desgracia e incluso de hambre.
María Mora,  no recuerdo su apellido y el pueblo le añadía al nombre de María, el apellido de su esposo Mora. Yo no lo conocí y dicen que era limpiador de olivos y de almendros, pero tenía muy mal genio,  pues abusaba del vino, tal vez porque no podría comer lo necesario. Se murió pronto,   y María Mora se quedó sola. Pero a pesar de la miseria de aquellos tiempos, ella vivía feliz, porque cogía caracoles, que comía y que vendía. Era muy caritativa y si algún  hortelano le daba lechugas,  ella las daba al Señor Maestro o a alguno que tuviera dificultades para comerlas. Mis dos hijos eran muy pequeños y siempre la iban a visitar,  para gozar de su cariño y entregarle el suyo. Con un tirador cazaban gorriones y se los llevaban a ella, que los pelaba y los asaba, para después completar su merienda con  patatas cocidas. Mi hijo Ignacier, se lo agradecía tanto,  que cuando cenaba en casa, le decía a su madre ¡qué bueno está este plato , ¡cómo le gustaría a la señora María!. Mi esposa Feli,  no podía aguantar tales sentimientos y le colocaba en una cacerola,  los ricos alimentos que Ignacier, soñaba que los pudiera comer la señor María.

La buena señora, pasó épocas en su vida de dolor, pues en los últimos años de su larga vida, le dijo a mi esposa: a usted sola se lo voy a decir, es que sufro tanto que si no por su cariño,  me tiraría por algún terraplén. Mi esposa,  no dijo nada,  pero cada día la cuidaba mejor. Y cuando ya era muy vieja, con sus sayas largas hasta el suelo, la llevó a las hermanitas de los Pobres, donde no he conocido a otra mujer más feliz, que a la Señor María Mora. Murió el día de San Vicente, patrono del pueblo de Siétamo. Carmen de Gaspar, viuda de Rafael Bescós, cuando va al cementerio le reza, acordándose de aquella noche, en que el marido de María, llamado Mora, regresó muy tarde a su casa. Ella le abrió y él la dejó en la calle, helándose con su camisón. San Vicente, patrono del pueblo, le guardó la vida.

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