Cuando conocí
a la “seña” María Mora yo tenía
unos cuatro o cinco años de edad. Y admiraba a todas las personas que iba
conociendo en mi corta vida. Pero a María Mora no sólo la admiraba, sino que la
amaba, porque era cariñosa con todo el mundo y endulzaba la existencia de todos
los que a ella se acercaban. Llegó la Guerra civil y la perdí de vista,
porque yo con mi familia huimos a Huesca
y después a Jaca y por fin a Ansó, ya cerca de Francia, donde no tuvimos necesidad
de entrar, porque ya se intuía el fin de la Guerra Civil. Cuando ya se estaba acabando en la provincia, retornamos a Huesca, donde nos
quedamos a vivir con mi abuela Agustina. No podíamos regresar a Siétamo, porque
esta Villa, parecía un pueblo desaparecido, con sus calles llenas de “enrruenas”
y en nuestra casa habían caído unas sesenta bombas de artillería. Pero yo,
aprovechaba las ocasiones, en que mi buen padre, me llevaba a Siétamo en
la barra de su bicicleta y otras veces subíamos a un autobús. En el pueblo me
encontraba con los niños de mi edad y recorríamos las ruinas que los aviones,
los cañones y el fuego provocado por los
que se apoderaron de Siétamo. Uno de ellos era Antoñito del Herrero y el otro
era Rafael de Lasierra. No se encontraban objetos de provecho, sino únicamente balines de fusil en abundancia como se
encuentran los guijarros en la orilla de los ríos. Todo recordaba la Guerra,
pues no había alimentos ni alpargatas, sino abarcas de caucho, procedentes de
las ruedas de los camiones, y automóviles , que por allí
se encontraban destrozados; pero en un muro de casa Cavero derribado, en su base
se encontraba un agujero del que
buscando algo útil, nos salió una antigua pistola. Estábamos en un ambiente
repugnante, es decir en un solar de guerra, en que sólo quedaba el recuerdo de
otras luchas anteriores. Mis amigos, que habían asistido conmigo a la Escuela, antes de la
Guerra, comían pan negro, remojando la
superficie de su miga con un poco de vino, que le echaban por encima de esa
miga y que solían acompañar, los que la
tenían, con un poco de azúcar.
En
nuestra casa de Almudévar, vivía la familia del señor Domingo Borruel y de la señora María Oliva,
porque nosotros, como estaba mi buena madre enferma del corazón, nos acompañaba
muy pocas veces a Siétamo y cuando podía hacerlo, nos acogía la señora Isabel de la Posada, en esta casa, que le tenía arrendada mi padre. Por cierto
que esta gran casa se la cedió mi padre a a los señores Borruel, cuando yo me
hice cargo, después de haber estudiado la carrera de Veterinario, del cultivo
del patrimonio, que la Guerra Civil, nos
obligó a abandonar en 1939.
Yo
no podía olvidar la vida en nuestra casa Almudévar de Siétamo, y encontraba el
cariños de aquellas personas que tanto habían sufrido a causa de la Guerra,
pero así como existían personas que lo pasaron mal en ella, ya no nos querían, como
antes, cuando nosotros habíamos estado muy lejos de Siétamo. Pero yo encontraba
la amistad de los niños, como Rafael, Fernando,,Antoñito y de los mayores, como el señor Jorge, que guardó las
caballerías en la Torre Casaus de Huesca y las volvió a Siétamo, donde siguió cultivando la tierra durante
cierto tiempo. ¡Dios mío, qué buena
persona era el señor Jorge!. También lo era el señor Silvestre, que era pastor
de nuestras ovejas y ¡puro milagro! que al acabar la Guerra, volvió a Siétamo
con el ganado, que hizo salir durante ella del peligro de la lucha. ¡Cómo!, con pozales de agua, bajaba corriendo a la
fuente alta a buscar agua para apagar la paridera, que consiguió conservar
utilizable. Eran hombres, que a pesar de
sufrir esas luchas entre los ciudadanos, ellos no odiaban a nadie, sino que defendieron
la vida de las familias ajenas y de las propias. Jorgre, cuando vinieron a trabajar la tierra, se marchó a Sesa, y
Silvertre, marchó a Fañanás, donde todavía vive su hijo casado y un
nieto, que trabaja en Huesca. Las mujeres, con su sentimiento maternal nos trataban
muy bien a mis hermanos y a mí mismo. Isabel de la Posada era una señora buena,
trabajadora y nos cuidaba muy bien. A María
Oliva esposa de Borruel, no la vi jamás de mal genio, porque siempre nos
cuidaba y procuraba darnos buenos alimentos, en unos tiempos, en los que se comía
lo que se podía. Me acuerdo que en una ocasión, tuvo que darnos a mi padre a su esposo e hijos, bellotas cocidas. En
otras situaciones nos guisaba guijas, que por cierto ya no se han vuelto a
consumir. Bien se nos valió que el matrimonio de Borruel era muy
trabajador y cultivaba la huerta de maravilla. A parte mataba algún cordero y
criaba cerdos.
En
aquel hogar de mi casa, que todavía se conserva, en aquellas dos mesas que se
levantaban verticalmente, apoyadas en la
pared y que se bajaban a una posición horizontal, en la que se colocaban los
platos, vasos, el porrón y calentados por el fuego del hogar, se vivía con
felicidad. Allí llegaba la señora María Mora, a ayudar a la señora María y todo
era alegría en su rostro y en su comportamiento. Eran buenos los señores Jorge
y Silvestre, pero la señora María, la señora Isabel y la señora María Mora,
eran tres mujeres que trataban de hacer a los humanos felices en aquellos
tiempos de desgracia e incluso de hambre.
María
Mora, no recuerdo su apellido y el
pueblo le añadía al nombre de María, el apellido de su esposo Mora. Yo no lo
conocí y dicen que era limpiador de olivos y de almendros, pero tenía muy mal
genio, pues abusaba del vino, tal vez
porque no podría comer lo necesario. Se murió pronto, y María Mora se quedó sola. Pero a pesar de
la miseria de aquellos tiempos, ella vivía feliz, porque cogía caracoles, que
comía y que vendía. Era muy caritativa y si algún hortelano le daba lechugas, ella las daba al Señor Maestro o a alguno que
tuviera dificultades para comerlas. Mis dos hijos eran muy pequeños y siempre
la iban a visitar, para gozar de su
cariño y entregarle el suyo. Con un tirador cazaban gorriones y se los llevaban
a ella, que los pelaba y los asaba, para después completar su merienda con patatas cocidas. Mi hijo Ignacier, se lo
agradecía tanto, que cuando cenaba en
casa, le decía a su madre ¡qué bueno está este plato , ¡cómo le gustaría a la
señora María!. Mi esposa Feli, no podía aguantar
tales sentimientos y le colocaba en una cacerola, los ricos alimentos que Ignacier, soñaba que
los pudiera comer la señor María.
La
buena señora, pasó épocas en su vida de dolor, pues en los últimos años de su
larga vida, le dijo a mi esposa: a usted sola se lo voy a decir, es que sufro
tanto que si no por su cariño, me
tiraría por algún terraplén. Mi esposa, no dijo nada, pero cada día la cuidaba mejor. Y cuando ya
era muy vieja, con sus sayas largas hasta el suelo, la llevó a las hermanitas
de los Pobres, donde no he conocido a otra mujer más feliz, que a la Señor
María Mora. Murió el día de San Vicente, patrono del pueblo de Siétamo. Carmen
de Gaspar, viuda de Rafael Bescós, cuando va al cementerio le reza, acordándose
de aquella noche, en que el marido de María, llamado Mora, regresó muy tarde a
su casa. Ella le abrió y él la dejó en la calle, helándose con su camisón. San
Vicente, patrono del pueblo, le guardó la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario