Paseando por el Parque de Huesca, me he encontrado con Abilio Sánchez
Pacheco, hijo de una hermosa peruana, que tuvo sus hijos con el andaluz Modesto
Sánchez. Nació él y sus hermanos en un hermoso Valle del Perú, llamado San
Jerónimo de Tunán, cuyos habitantes eran llamados así, en la lengua indígena
del pueblo peruano. Bromeando los llamaban a Abilio y su compañía, los
“Tunantes”, pero no sólo de esta forma, sino que también les decían los
“Patasafas”, que en la lengua antigua de los indios peruanos, era una forma de
despreciar sus pies descalzos, pero
otros los admiraban por verlos caminar entre las piedras y subir a los árboles,
que producían nueces y que, a veces tenían que pisar yerbas, que pinchaban en
sus pies. Caminaban entre los aguacates o “paltas” y recogían frutos dulces, que comían con avidez. Ellos, al saborear esos
frutos, portadores de drogas, subían con sus cerebros a las alturas de los Andes, como los dioses
que por esos montes, dicen que caminaban.
Abilio, era un indio español o sea
un “Quechúa”, que se cuidaba de su salud, aunque en el Perú, su País,
escaseaban los médicos y los
medicamentos modernos. Ellos, los indios, cuidaban de su salud con medicinas
artificiales por los bosques, que recogían dentro de la Naturaleza, las hierbas naturales que les habían enseñado
sus abuelos.
Se acuerda Abilio mucho de la
“Ayahuasca”, que era una yerba, que cogían igual que en España los niños recogen las moras. Pero las “Ayahuascas” o moras americanas eran más
eficaces para repartir la salud en los cuerpos de aquellos bravos indios. Había
algunos que estaban cerca de la muerte, igual que desahuciados. Algún curandero
hervía esta planta y al tomarla, los
enfermos parecían despertar del camino de la muerte y volvían a sonreír y a amar a sus paisanos.
Abilio no enfermó en el Perú,
pero a veces el alcohol, le hacía coger alguna borrachera y aunque era feliz porque sentía, mirando a, los Andes, a los dioses
andinos, volvía a darse cuenta de la miseria de la vida. Abilio tomaba una
medicina indígena, que le volvía a poder trabajar. A esa medicina la llamaban “la uña del gato”.
Y Abilio, que quería gozar del progreso de la
Humanidad, se marchó a Huesca . Aquí sufrió con orgullo, los insultos de una
sociedad capitalista, que despreciaba al que quería vivir de su trabajo. Abilio
logró no sólo vivir, sino que repartió la vida entre su familia.
Después de conocerlo, hace ya
unos años, lo he encontrado en Huesca y nos hemos sentado en un bar, a tomar un
café, acompañados por un joven de Sabiñánigo, que conoce a Abilio, en sus
faenas de trabajo.Estuvimos un tiempo conversando y Abilio no dejó de sonreir.
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