Este es un país de ratas, unas en
el sentido estrictamente zoológico y otras en el sentido figurado de
depredadoras de bienes materiales, culturales e, incluso, espirituales. Los
ratones son más bien traviesos, hacen males, pero menores y son más simpáticos,
encargándose los gatos de tenerlos a raya. Digo que son menos peligrosos que
las ratas porque me he enterado que, en los órganos de nuestras iglesias, son
éstas las que los destruyen afilando sus dientes en las trompetas que, por ser
de una aleación de estaño y plomo, constituyen para ellas un elemento ideal
para mantener sus dientes en debidas proporciones. Hay en los órganos unos
componentes que se llaman secretos y como su nombre indica, es muy difícil tener
acceso a ellos, pero para las ratas no hay secretos; tienen la habilidad de
penetrar en los lugares más recónditos, donde anidan sin que nadie las moleste.
Las badanas que ajustan las válvulas, después de bien roídas, les sirven para
preparar la cama a sus crías. Son refinadas estas “señoras” en
sus gustos, deterioran los materiales más nobles y les gusta el olor a cuero
viejo, que con tanto cariño abatanaban los antiguos artesanos, no los actuales,
porque ahora, para conseguir badana para órganos, hay que pedirla a Alemania. Si los alemanes tuvieran estos
órganos, ya que ellos perdieron casi todos los suyos durante la Guerra Mundial,
los tendrían custodiados con más esmero. Nosotros, aparte de las ratas
humanas que venden los tubos a los chatarreros, adoptamos una postura ratonil,
inconsciente, como la de los ratones de dibujos animados. Convendría que
nuestras cabezas superaran esa mentalidad de roedores mayores o menores y se
pusieran a la altura de los habitantes de Pertusa que pagaron, cada uno, un
tubo de órgano, demostrando el amor a sus cosas, de tal manera que muchos
lloraron al oírlo sonar, después de muchos años de silencio. No olviden que el
raticida es más barato que comprar tubos.
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