Don Alvaro Franco Oliván es un compañero mío, con el que estudié en la
Facultad de Zaragoza. Yo empecé la carrera en la nueva Facultad, en tanto que
él, ya llevaba un año estudiando en la vieja,
que se encontraba cerca de la Puerta de la Iglesia del Carmen, abrasada
y derribada durante la Guerra de la Independencia. El, por tanto, acabó la
carrera de Veterinaria un año antes que yo y desde entonces, es decir desde
hace más de cincuenta años, empezó a trabajar en Huesca. Dirigía el Centro de
Inseminación Artificial, radicado en la Granja de la Diputación, donde yo
colaboré con él y aprendí de sus conocimientos. Es un hombre que a un humor
extraordinario, une unos conocimientos profundos de la profesión de
Veterinaria, como se puede comprobar en el DIARIO DEL ALTO ARAGON, en que todas
las semanas escribe temas alimentarios, por ejemplo sobre la leche y sus
derivados y acerca de las enfermedades que atacan a nuestros ganados. Su humor
se puede comprobar hablando con él, porque en sus conversaciones, siempre se
ríe y hace reír al, que con él conversa, de noticias políticas, ciudadanas o de
personas conocidas. Pero no sólo hace reír, sino que hace meditar, como cuando
a mí, un día cualquiera, me escribió hablándome de la personalidad de Orwell,
que me inspiró para escribir un artículo sobre su universal obra literaria y
sobre los apuros que pasó en el cerco de la ciudad de Huesca. Este artículo se
ha publicado en varias revistas e incluso en una obra sindical sobre la Guerra
Civil. Orwell, cuando estaba vigilando en las puertas de nuestra ciudad, le
dijo a un compañero: “pronto entraremos en Huesca a tomarnos un café”. Al fin
no lo pudo tomar, porque salió herido y luego escapó de España, porque corría
peligro su vida. Con Alvaro hemos tomado muchos cafés, pero él me ha
escrito “que prepare un condumio de
tocino blanco para vernos en Siétamo, pero ya en Septiembre”. Es curioso que a
él que tan bien escribe sobre los alimentos en el periódico, le guste tanto el
“tocino”, pero ese gusto le viene de recordar
las matacías de cerdo. En el fuego del hogar, calentaban el tocino y lo
devoraban con gran placer. Pero lo extraordinario es lo que me cuenta en la
carta, que me ha escrito sobre el artículo que escribí el día de San Lorenzo,
hablando de la calle de Pedro IV. Tal artículo “me ha traído muchos recuerdos
porque vivimos varios años en esa calle, nada menos que en vecindad con la casa
de “latrocinio” llamada La Rosita y enfrente de una tribu de gitanos, cuya
mandamás era la conocida como La Mandunga. En esa casa de latrocinio y de
lenocinio o alcahuetería “había una muralla histórica, donde los hombres que
salían de “ocuparse” echaban unas meadas interminables porque decían que así expulsaban
las infecciones que pudieran haber cogido en sus contactos puteriles”. Alvaro
Franco es especialista en Inseminación Artificial y describe a los hombres
“ocupándose” y meando en aquella calle oscense, buscando la asepsia, que
después tanto tuvo que practicar él, para inseminar a una yegua o a una vaca.
De La Mandunga escribe que “era una gitana negra y oronda que siempre estaba
sentada en una pequeña silla en la calle y donde sus glúteos se deslizaban casi
hasta el suelo. Toda la familia calé vivía en una “suite”, todos hacinados y
con las paredes totalmente negras por efecto de las hogueras…”. Dice de El Jeta
que “en efecto era todo un personaje de pacotilla, más bien parecido, por su
vestimenta y modales, a un chulesco de los aledaños de un barrio de Madrid
antiguo”. Así como yo escribo que al llegar las noches del verano, salían los vecinos de la calle Pedro IV a
sentarse en la calle y a conversar, Alvaro escribe: ”Las noches de verano salían
todos(los gitanos) a la calle y nos obsequiaban con sus conciertos de guitarra
y cantos”. “ A la hora de saludar eran muy ceremoniosos y simpáticos”. Con la
misma simpatía que ellos te saludaban, quiero hacerlo yo. Nos hemos dejado de
citar a “algunas personas que han marcado la truculenta historia de esta curiosa
calle”, pero tú en tu chalet y yo en mi casa del pueblo, los recordaremos.
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