Hay muchas clases de ministros
aparte de los que forman el Gobierno de un País: tenemos sin ir más lejos, a
los sacristanes, que son ministros destinados en las iglesias, para ayudar al
cura en el servicio del altar y cuidar de los ornamentos de la iglesia y
sacristía.
En el escalafón de las dignidades
eclesiásticas se puede ascender desde acólito, monaguillo o escolano hasta la
de Sumo Pontífice, pasando, no necesariamente por sacristán.
Estos días pasados encontré una
fotografía de mil novecientos treinta y cuatro, en la que aparecía el Maestro
de mi pueblo, don José Bispe, rodeado de todos sus alumnos. Don José era
republicano, católico y sentimental, y dejó en mí un grato y profundo recuerdo.
Su apellido quiere decir traducido de la
“fabla” aragonesa al castellano, obispo, y entre los alumnos allí fotografiados
hay uno que ha llegado a ser Arzobispo de Meta, con residencia en Roma; se
trata de don Antonio Javierre y está fotografiado otro, que quedó sólo en
sacristán y éste es Antonio Bescós.
No está muy conforme mi amigo con
haberse quedado en sacristán, pues por
Radio Huesca declaró que si no hubiera tenido necesidad, a los diez años
de salir de su casa a servir de “chulo” a casa Ciria de Arbaniés, hubiera
llegado a secretario del Vaticano. Se ve que es una vocación frustrada: ayudó a
misa en Siétamo, con el entonces Antoñito Javierre y en Huesca también tuvo
participaciones en diversas procesiones, entre otras en la de San Lorenzo, en
que portaba un farol a un lado de la Cruz profesional, llevando el otro farol
el famoso “Caragüey”, que al oírse insultado, contestaba con palabras de ningún
modo litúrgicas. Cuando se encontraba en el lecho de muerte, lo llamaban por su
propio nombre y exclamaba el pobre: “¡qué malo debo estar cuando ya nadie me
llama “Caragüey”!”. A Antonio, por mal
nombre, lo llaman “Trabuco”; observen que poco respeto demuestra la gente
llamando así a un ministro que está al servicio de la sacristía; de la misma
forma que a un santo le sientan mal dos pistolas, a Antonio le sienta mal ese
apodo.
Aunque San Pablo dice que el que
sirva al altar, viva del altar, hoy se ganan la vida en otros trabajos hasta
los sacerdotes; calculen lo que habrán tenido que trabajar los sacristanes,
sobre todo los de la parroquias pobres. Antonio iba a Huesca en bicicleta a su
tarea de peón, pero de paso ejercía de recadero y quizá por su condición de
sacristán, no admitía encargos poco decentes, atentatorios contra la natalidad.
Todo lo relacionado con lo
sagrado, le atraía, e incluso la predicación, y a este respecto cuentan que, cuando
trabajaba en la restauración de la iglesia de Siétamo, se subió al púlpito y
comenzó a predicar a sus otros compañeros de trabajo; en ésas estaba cuando
llegó el cura de Torres de Monte que lo apeó rápidamente de tan alta tribuna.
No cejó en su vocación, a pesar
del incidente y a pesar de que el mosen le quiso cobrar un duro por el entierro
de su padre; él colaboró gratis en todos los entierros de la parroquia, que a
su vez, desde allá arriba se acuerdan de él.
El Señor se complace con los
humildes y algo ha sucedido que ha venido a compensarle de su frustrada
vocación. Los danzantes de Huesca han ido a Roma y si él no hubiera podido
acompañarlos, seguro que revienta, pero su esposa, la señora María, muy
comprensiva, le ha permitido viajar a la
Sede de la Cristiandad. Quería visitar la tumba de San Lorenzo, a quien en
Huesca había acompañado procesionalmente y quería saludar a su compañero de
escuela, Monseñor Javierre; allá fue y al encontrarse ante él, exclamó
:”Monseñor, delante de Vuecencia se encuentra, aunque sin arqueta (supongo que
se refería a la arqueta del incienso), ni incensario, el sacristán de la
parroquia donde usted fue bautizado”. Después se rompió el protocolo y
abrazando al Arzobispo le entregó la vieja fotografía que he citado y dos cajas
de castañas de mazapán de casa Vilas, una para su Santidad y otra para él.
Dicen que por Roma se desenvolvió
con soltura y no sólo por Roma, pues en Milán, cuando un grupo de oscenses
llegaron a lo alto de la torre de la catedral con el aliento subido, se encontraron
tan fresco a Antonio Bescós; ¿cómo has subido?, le preguntaron, a lo que él les
contestó: por el ascensor.
Esta anécdota me recuerda la del
oscense Mur, hombre muy prudente, al que sus padres, siendo niño, consideraban
demasiado tímido. Lo llevaron en tren a Zaragoza y allí lo abandonaron, a ver
si se espabilaba. Cuando volvieron a casa, el niño les abrió la puerta y todos
extrañados le preguntaron: ¿cómo has venido?, muy sencillo -respondió- he cogido un taxi.
Antonio ha vuelto de Roma, feliz,
transfigurado y me ha traído unas letras de la poetisa oscense Teresa Ramón, cuyos
versos sobre el viaje espero con deseo,
como deben esperarlos otros muchos oscenses. Le han asegurado que las
castañas llegarán a manos del Papa, que le mandará unas letras, pero lo más
gordo viene ahora, y es que ha demostrado un celo profesional poco común como
sacristán; no se ha limitado a conservar los ornamentos sagrados sino que
pronto vamos a ver enriquecida nuestra sacristía con una casulla roja, que
están bordando unas monjas romanas, regalada por Monseñor, para la parroquia en
que conoció a María Auxiliadora.
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