Me faltaban cuatro meses para cumplir seis años, cuando me di cuenta de que nos había llegado una guerra. Yo no sabía en qué consistía, pero al escuchar el continuo sonido de las ametralladoras y el terrorífico de los cañonazos, sonando sus estallidos en lo alto de la casa, acrecentado por los ruidos que producían la caída de paredes y de puertas, me entró una angustia, que destrozó mis ilusiones infantiles, con mis seis años sin cumplir, de correr con otros niños por la calle. Si, era la Guerra Civil de 1936-1939 y ¿qué sabía yo de ninguna clase de guerra? y menos civil. Algo intuía porque había asistido en las Escuelas Municipales a los actos electorales, sin comprender su significado, pues me fijaba más en aquel joven, que subía escalando por una columna férrea y redonda, mientras otros le aplaudían. En el hogar de mi casa, mi tío José María, soltero y hermano de mi padre, bromeaba y me miraba con su cara, que ponía rígida y torciéndola levantando su barbilla, como si se tratara de Musolini. No sé si quería ridiculizar la figura de este dictador o avisarme de que había que proceder con cuidado, ante la amenaza de que llegara a dominarnos algún otro hombre fuerte. Conservo esos recuerdos vivos, pero entonces no me preocupaban esas ideas, sino que jugaba e iba a la Escuela con don José Bispe, cubierto con su boina y envuelto en un guardapolvo. Cuando entrábamos en la escuela, los niños nos poníamos uno al lado de otro y él, nos miraba las manos y las uñas y con una regla, nos sacudía sobre la palma de la mano, si llevábamos algo sucio, pero la verdad es que no recuerdo ver llorar a ningún compañero de Escuela por esos golpes. Tengo una fotografía del Maestro, rodeado de todos los alumnos, entre los que se encontraba el que más tarde llegaría a ser el Cardenal Antonio María Javierre, que tanto sufrió durante la guerra. Al ser proclamado Cardenal, acudió a Siétamo y, en medio de tristes recuerdos, fue recibido con gran cariño por sus paisanos. En la Iglesia, miraba con atención, devoción y tristeza el lugar donde estuvo colgado el cuadro de María Auxiliadora, regalado hacía ya muchos años, por Pilar, la hermana mayor de mi padre, casada en Huesca con el farmacéutico, don Feliciano Llanas. Pero pude observar, que por la noche, pasó por las calles del pueblo, tal vez para recordar la desaparecida casa de Cavero, donde vivía la Guardia Civil, como lo hizo él con su padre, el sargento Javierre, su madre y sus hermanos. Pudo volver a contemplar la Escuela, donde el Maestro don Pepe, como se le llamaba habitualmente, le transmitía aquellos conocimientos pacíficos, que fueron destruidos, por la guerra. En la Catedral de Huesca, recibió el homenaje de los oscenses y al pasar yo, su antiguo condiscípulo, por delante de él, se aproximó y me dio un abrazo. Muchos vecinos de Siétamo, acudimos a Roma para contemplar su elevación a la categoría de Cardenal y yo le leí unas palabras, que me pareció le agradaron.
En la fotografía escolar, aparece también su hermano, José María, nacido en 1924, un buen sacerdote, que estando de cura párroco en Angüés, predicó en San Urbez de Nocito, en una romería, pidiendo la lluvia, que hizo que el cielo lloviera y los ojos de los fieles derramasen lágrimas. Tenía una gran inquietud por la ciencia, por la historia y por el periodismo y marchó a Sevilla, donde ha muerto el año de 2009. Fue un gran periodista y ha escrito unos sesenta y tres libros, entre los cuales me atrajo con un gran interés la vida de San Juan de Dios, en uno de ellos, titulado “Juan de Dios, loco en Granada”. Nació el santo, parece ser que en Portugal, el año 1495, se apellidaba Ciudad y era de origen judío. No fundó una Orden Religiosa, pero, al morir, sus discípulos, crearon la Orden Hospitalaria de San Juan. José María Javierre, de apellido vasco - navarro oriental es decir aragonés, que quiere decir Casa Nueva, que antes pronunciaban Xabierre, como hacían en Navarra con el pueblo de Xabierr. Javierre, antiguo vasco-ibérico, aclara que son de origen judáico: Juan de Avila, Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, pero ha conseguido dar con el mismo origen en San Juan de Dios. En tiempos no lejanos se consideraba deshonroso el origen judío, como ocurría con la Inquisición y hace poco con el Nazismo, creadores de luchas y de guerras. Afirma José María en el libro de San Juan de la Cruz: ”Parece poco razonable tachar de impuros a mis tres Juanes, de Avila, de la Cruz, de Dios y a mi Teresa de Jesús, a causa de su consanguinidad con Jesucristo y su madre”. José María Javierre, nació en Lanaja, y vivió en Siétamo, donde acudía a la Escuela con su hermano, el más tarde Cardenal Javierre. Allí lo tenemos retratado en la Escuela junto a los demás alumnos de la misma, rodeando al bueno y gran Maestro Don Pepe Bispe, hombre inteligente, honrado y demócrata. Tal vez por ser republicano, al llegar la Guerra Civil, lo metieron en la cárcel y no lo mataron, pero murió, acaso por los sufrimientos que pasó. En la fotografía escolar aparece a su lado, un hijo suyo.
Ver tanta fotografía de pocos años antes de la Guerra, me hace sufrir, pero entonces no era esa mi principal preocupación, sino vivir aquella vida, que estaba comenzando a desarrollarse. En la parte inferíor - izquierda, aparece un niño muy tierno para pensar, pero conmigo Rafael Bruis, que así se llamaba el entonces niño y ahora anciano de mi misma edad, pensaba lo mismo que yo, que era jugar. Y recuerdo que salíamos al patio de recreo y con la tierra hacíamos acequias, que para que no estuvieran secas, como no había agua distribuida por el pueblo, nos meábamos en esa tierra. No recuerdo si el maestro don Pepe nos riñó, pero algo se produjo en nosotros, que todavía nos acordamos de ese juego sucio por la orina, pero limpio, éticamente, en su ejecución. En esa fotografía se adivina la Guerra y se ve con mucha claridad, a pesar de que el tiempo varía y cambia y se pasa, pero deja y trae recuerdos y parece ser que promete otros hechos, que serán parecidos a los ya, hace años pasados. La Guerra Civil se estaba preparando para estallar, lo mismo en Siétamo que en su vecino pueblo de Fañanás, hasta que el día trece de Septiembre entraron, entre otros, los milicianos anarquistas con Durruti, en Siétamo. Jesús Vallés Almudévar, doble pariente mío, estaba sufriendo la falta de libertad y la ausencia de su madre y de su hermano, que habían fusilado, al lado de la carretera que conduce a Bespén. Cuando acabó la Guerra, se hizo sacerdote, perdonando a todos los que habían colaborado en la muerte de su madre y de su hermano, unos vecinos y otros parientes suyos. Desde Fañanás escuchaba las descargas sobre Huesca y Siétamo, pensaba en sus hermanos y en tantas familias, esperando, con tristeza, que los hiriesen o matasen, sin poder defenderse. Sentía la tragedia que ya a él le había llegado, pronosticándola para otros, cuando escribía: ”el cielo está cubierto de pesados nubarrones de verano y empiezan a caer algunas gotas de agua”. Con motivo de la entrada de los republicanos o de los rojos, como les llamaban los no comunistas y enemigos de la guerra, de la revolución comunista y de los numerosos fusilamientos que se producían entre los de “derechas y los de izquierdas”, se organizaron en Fañanás, “peregrinaciones” para contemplar las ruinas de Siétamo. Tenía razón mi primo Jesús Vallés con su profecía, pero en lugar de caer gotas de agua y piedras, cayó la muerte y la destrucción. Jesús también acudió a Siétamo y escribió:”Cuando llegamos a los alrededores de Siétamo, oímos graznidos de cuervos, que levantaban el vuelo al oír nuestros pasos y volvían de nuevo al festín, después de que habíamos pasado…había todavía cadáveres sin enterrar, tostando sus huesos, casi mondos al sol. Las calles estaban como un museo en día de fiesta… lo recorrían todo, contemplando, preguntando, admirando. Se fijaban en las casas de las que no quedaba ninguna casa entera…estaba todo comunicado por dentro, por medio de boquetes, hechos por los “fascistas”, para no tener que salir a la calle”.”En la iglesia, en una capilla lateral había una fosa abierta; allí habían enterrado a un sargento de la guardia civil (el sargento Javierre), que se había destacado por su coraje y valentía. Lo desenterraron y lo arrastraron por el pueblo y lo quemaron en la Plazoleta del Castillo, donde todavía se notaba el redondel de tierra ahumada, mezclada con las cenizas de sus restos”
Recuerda mi pariente Jesús que un equipo de muchachos “revolvía ante los escombros, buscando cápsulas, balines, trozos de metralla”. No acabaron de recoger todo, porque, cuando ya había terminado la guerra, allí estaba yo acompañado por Rafael Bruis de Lasierra, buscando y haciendo colección de aquellos malditos restos. Haría unos cuatro años que Rafael y yo, nos divertíamos con la suciedad de nuestra orina, pero teníamos los corazones limpios y alegres, en tanto que después de haber perdido a su padre, nuestra diversión era auténticamente una porquería, una maldición, como era la de recoger los balines, que se habían disparado para matar a otros hombres. No siempre hacían falta las balas para esa clase de sacrificios, pues allí mismo, a escasos metros de donde las buscábamos, habían arrastrado el cuerpo de un hombre, al que habían desenterrado y abrasado, en un pequeño trozo de tierra, ennegrecida por el fuego. Jesús miró mi casa y no nos encontró a ningún miembro de su familia y comprendió que habíamos huido a Huesca capital, a casa de mi abuela materna, Agustina Lafarga Mériz. Mi hermano Manolo y yo, hacía poco tiempo que ya no íbamos a la escuela, a la cual, acabada la Guerra ya no volvimos, si no que mi hermano Manolo huyó de aquellos negros recuerdos, a Canadá, donde murió. Como tampoco volvió a casa, un niño de casa Sipán, pariente nuestro, que al ser bombardeada por la aviación, se escapó con sus compañeros al campo del Valdecán y allí murió, debido tal vez a algún cañonazo.
En la primera fila y comenzando por la izquierda, está Antonio Escartín, que ahora ya tiene más de noventa años. No sé qué dificultades pasó a causa de la Guerra Civil, pero durante muchos años fue a trabajar a Huesca en bicicleta y madrugando exageradamente, subía al Saso y plantaba cepos para cazar perdices y conejos. Cuando volvía, por la tarde, los recogía y los llevaba a vender. Pero esta afición a la caza le venía ya desde niño, pues me regaló una honda, con la que mataba gorriones en los árboles de la Paúl. En aquellos tiempos se mataban gorriones para alimentarse, pero al llegar la Guerra Civil, se mataban personas con armas de fuego. Así mataron en Ayera, a su padre Cosme Escartín. Su hijo Antonio todavía vive en este año de 2011 y siempre que me ve, me habla del Castillo- Palacio, abrasado y derruido. A su lado se encuentra Angelito Lobaco, hijo con José y con su hermana Carmen, del señor Angel Lobaco, que tenía un Bar, a la derecha de la carretera, yendo en dirección hacia Huesca. Este edificio con su Bar, hace unos escasos meses lo iban a derribar para construir casas nuevas, pero la crisis lo ha impedido y la hija del señor Lobaco, Carmen lo vendió. Cuando tuvo lugar la Desamortización de Mendizabal, uno de los monjes de Montearagón, llamado Perote, vivió en dicha casa y los vecinos de Siétamo, a través de una ventana lo veían, pero hoy la tradición dice que lo siguieron contemplando después de muerto. Dejó en casa de una señora, un receptáculo, donde decían había sangre de Cristo. Todavía lo tienen unos parientes. Angel Lobaco, padre de Angel, José y Carmen, como otros muchos, huía de Siétamo hacia Huesca y en Las Casetas se escondió en un lagar o cuba de vino, pero lo encontraron y lo fusilaron. En la misma fila, al lado del hijo de don José Bispe, se encuentra Antonio María Javierre, que llegaría a ser Cardenal. Al lado del maestro aparece un muchacho al que no he podido identificar y a su lado aparece Carmelo Sanchón. Me acuerdo de que su madre, venía todos los días a buscar leche, que ordeñaban a las vacas. Después de Sanchón, aparece José María Javierre, hermano menor del más tarde Cardenal Antonio María y que llegaría a ser gran periodista y escritor, pues llegó a publicar sesenta y tantos libros.
En la segunda fila,de arriba abajo y de izquierda a derecha,aparece José Graseta,diminutivo cariñoso,como lo era él mismo, pues en cierta ocasión,me subió desde la profunda Huerta del Conde, sobre sus hombros,hasta el Palacio. A su lado se encuentra uno de los hijos del entonces alcalde, Artero, que al ser buscado por la Guardia Civil,huyó y vivió en Francia muchos años. Al fin regresó a Huesca, pero en aquellos tiempos no se perdonaba a nadie y a una hija suya,que era una joven y encantadora criatura, la fusilaron en Huesca,sin saber nadie, donde y cuando. A continuación del hijo deArtero se encuentra Jesús Bruis, hermano de Joaquín Bruis y cuñado de Joaquina Larraz. Vivió en Madrid,viniendo todos los años a Siétamo,donde aprovechaba su estancia para cortar ramas,que le servían en Madrid,para hacer bastones.
Luego sigue José Bruis de Casa Lasierra,hermano de Rafael, de Fernando,de Josefina y de la mayor queél , llamada Pilar,que ha muerto este año de 2011.José me cambió un pequeño espejo, que me habían dado en la Farmacia de Llanas, por una picaraza,con la que yo esperaba gozar,viéndola volar por el cielo. Al padre de José y de Rafaelito,también llamado Rafael,según me contó Antonio Bescós , al “liberar el pueblo,cogieron los nacionales a Rafael Bruis, se lo llevaron y ya nunca se supo más de él”. A su lado figura un hermano de Marieta Sipán.
Viene , a continuación Antonio Bescós, muy conocido por “Trabuco”, no sólo en Siétamo, sino también en Huesca, pues parece que tal apodo le viene de un antepasado suyo, que poseía un arma trabuquera. Antonio Bescós ha sido un hombre conocido por todo el mundo, humorista y conocedor de todo lo que pasaba por la vida. Yo me acuerdo del humor de Antonio alias “Trabuco”, incluso cuando veo y recuerdo aquellas ruinas, desde las del Castillo –Palacio hasta las de la más humilde vivienda campesina, y aquellos cadáveres, sin enterrar todavía en los caminos y en el monte de Siétamo. Y me pregunto, ¿cómo podrían sus hijos enterrar con respeto a sus padres, si no se hubiera recuperado algo de humor?. Así, esos hijos podrían levantar al pueblo, para que resucitara. Antoñito del Herrero y Rafael de Lasierra, cogían por los suelos los balines, que repartieron los fusiles de unos y de otros. Mi pariente, el entonces niño de trece años y más tarde sacerdote, lo testifica en sus memorias; él continuó, como sacerdote, recordando y enterrando a los difuntos con respeto, perdonando y siempre con buen humor. Yo volví a recoger balines, después de la Guerra, acompañado por el ya experto en la misión, Rafael Bruis, de casa Lasierra. Antonio Bescós, fue el que me relató casi todo lo que he escrito sobre los niños de la Escuela de Siétamo. Tenía una memoria fantástica, que me ha iluminado la mayor parte de lo que aquí estoy escribiendo. Encontré entre mis papeles uno, que al leerlo, recordé que fue Antonio Bescós, el que, un día cualquiera, me había dictado su contenido. Narra la letra de esa canción, que le tocó cantar con sus compañeros milicianos, huyendo desde España hasta Francia. En ese canto mezcla el sufrimiento que tuvo que pasar con sus compañeros, con notas de humor que le hicieron posible superar esos días de horror. Antonio, al dictarme su canción, la cantaba y se expresaba así: “Somos los tristes refugiados- que a este campo venimos,- de tanto andar, hemos pasado la frontera-con nuestro ajuar, mantas, macutos y otras yerbas.-Un poquito de humor hemos salvado, al luchar contra el fascio invasor- y en la Playa de Argelés- nos fuimos a encerrar para comer”. Después se acuerda de lo bien que lo pasaba en España, diciendo:”Y hoy pienso que hace tan sólo tres años,-España era una nación feliz,-había muchas diversiones y señoritas a granel”. Peor después de soñar con su feliz pasado, sigue diciendo:”Hoy ni cagar podemos, sin que venga un mojamé- y nos trate como a presos-y les grite a los soldados:¡allez, allez, allez!. Y sigue descubriendo los horrores que tenían que pasar, él y sus compañeros, diciendo:” Vientos, ladrones de maletas, arena y mal olor-sarna en los barracones y fiebre y dolor.-Colas para buscar dos litros de agua, de leña y de carbón.- alambradas para tropezar buscando tu chalet- y por todas partes por dónde vas-te gritan por detrás ,¡allez,allez,allez!. Tuvo suerte Antonio, pues un tío suyo, de Alerre y General del Ejército, lo liberó de seguir siendo un prisionero, como lo fue en Francia. El amigo Antonio Bescós o “Trabuco”, cuando volvió desde su condición de prisionero de guerra a la vida civil, tenía que ir a trabajar, unas veces a Huesca, a donde llegaba caminando, como hacía Bastaras, al que una vez le ofrecí llevarlo conmigo en una pequeña motocicleta y él me dijo que no quería arriesgarse a tener un accidente. Era poco hablador, pues le habían fusilado a un hermano suyo, tío como él del Párroco de Alquézar, Don José María Cabrero. Antonio Bescós, al fin, se compró una bicicleta y luego se colocó en el mismo pueblo de Siétamo, en Regiones Devastadas. Pero nunca perdió el humor, que le prolongó la vida y le dio periodos felices con su esposa y con su hijo, que todavía residen en el pueblo. Ese comunicarse con todos los vecinos del pueblo, lo convirtió en recadero, pues él traía de Huesca, los encargos que le hacían sus vecinos.
Era una persona tan inquieta por la Religión, que si hubiera tenido dineros para estudiar, se hubiera consagrado sacerdote. Tenía también un humor extraordinario, pues en cierta ocasión, cuando trabajaba en Regiones Devastadas, en la iglesia de Siétamo, se subió al púlpito y empezó a predicar a sus compañeros, diciéndoles: “¡oh , amigos míos, tenemos que estar contentos, porque este trabajo no nos apura y así, como mi compañero de Escuela, Antonio María Javierre, subirá en el escalón eclesiástico, yo ya he alcanzado el grado de sacristán!. En estas estaba, cuando llegó el cura de Torres de Montes, que lo apeó rápidamente de tan alta tribuna. Pero este incidente no le rompió su vocación. Y a pesar de que el cura del pueblo le quiso cobrar un duro por el entierro de su padre, él colaboró gratis en todos los entierros del pueblo. Así que todos los muertos, se debían de acordar de él, desde allá arriba. Cuando a Don Antonio María Javierre, lo proclamaron Cardenal, fuimos a Roma muchos sietamenses, entre los que, naturalmente se encontraba Antonio Bescós. Tenía ardientes deseos de visitar la tumba de San Lorenzo, al que tantas veces había acompañado en las procesiones laurentinas de Huesca y tenía necesidad de saludar a su compañero de Escuela, que iba a ser Cardenal. Al encontrarse con él, impulsado por su buen humor, le dijo:”Monseñor, delante de Vuecencia se encuentra, aunque sin “naveta” (como llamaban al incensario), el sacristán de la parroquia en la que fue Usted bautizado”. A continuación se abrazaron el Cardenal con el sacristán y éste le dio dos cajas de castañas de mazapán. Al poco tiempo llegó a la iglesia de Siétamo, desde Roma, una hermosa casulla roja. El humor de Trabuco compartido por todos los sietamenses, empezó a aliviar los sufrimientos de Siétamo.
A su lado, en la fotografía, se encuentra la figura de Emiliano Boira de “Martinico”, que fue toda su vida un buen albañil, y el primero que reconstruyó la Cruz de la Plaza Mayor, hoy del Cardenal Javierre, que derribaron los milicianos acompañados por alguno de Siétamo. El hizo habitable una parte de mi casa, destruida por la Guerra.
A continuación se encuentra Francisco Saso, hijo de la señora Polonia de Polavieja, que estando prisionera en la cárcel de Huesca, repartía alegría, virtud que la acompañó toda su vida. También cuentan que después de la Guerra, en su casa entró alguien, que trató de traspasar la brujería, al cura del pueblo.¡ Dios mío, aquellas gentes de aquellos tiempos, estaban preocupadas por brujas, si no ¿cómo se explica el espíritu brujeril, con que trabajaban aquellos que cultivaban el odio, que todo lo inundaba, durante la Guerra?. Saso fue siempre delgado y estuvo muchos años trabajando en Barcelona, pasando sus últimos años en casa de su madre en Siétamo. Daba gusto hablar con él, pues conservaba el buen humor de su madre la señora Polonia de Polavieja. Ese adorno de Polavieja, lo sacó la gente del nombre de un general famoso, en España. Tenía Polonia una hija, subnormal que cuando se iba a morir, fui yo a Loporzano a avisar al Médico, al que le recordé, que no sólo curaba males , sino que los prevenía, ya que al ver el frío ,que reinaba en el ambiente, me puso un pasamontañas, que yo todavía le agradezco. El hijo de Polonia estuvo enfermo bastante tiempo, antes de morirse, pero mi esposa Feli, acompañada por Joaquina Larraz, no lo dejaron ni un momento, porque lo cuidaban y le lavaban las ropas e incluso su cuerpo.
Le sigue un hijo de Francisca Borruel, que vivió en el cuarto piso de la casa del coso Alto, número 61, donde vivíamos nosotros en el entresuelo, pues mi padre con seis hijos no quiso ya volvernos a Siétamo. Un tío suyo, guardia civil que estaba en la torre de la iglesia, quedó herido y les pidió a sus compañeros, cuando tuvieron que huir, que lo mataran, pero estos no quisieron ser sanguinarios. Pero se encargaron de ello, los “rojos”, pues no creo que los miembros del Ejército Republicano, al encontrarlo, le cortaran los testículos y se los colocaran en su boca, como hicieron los primeros. Igualmente mataron al padre del muchacho que está a su lado, de casa Trullenque. Antes de Gabardilla, está Vicente Zamora, que era rubio y hablaba con una voz muy sonora y cuando se reía lo hacía con una risa simpática. Emigró a Zaragoza y les dejó a los suyos una casa al lado de la era, en la que sus descendientes lo pasan muy bien en verano y en cualquier fecha del año. Con su hermano Avelino, vieron huir a su padre, que estuvo oculto, atendido por un alma buena, pero que al fin fue descubierto y en algún lugar de Angüés, lo fusilaron, desconociendo su buena esposa y toda su familia su paradero. Vieron también arder su casa en la carretera, pero aquel fuego lo han recordado todas sus vidas, mientras vivieron. Acaba la fila con Gabardilla, hermano de don Antonio Barta Viñuales y que cultivan su patrimonio dos nietos pacíficos y nobles, que manejan la maquinaria agrícola y al mismo tiempo estudian. Viven con su abuela y con su madre Nieves, una mujer rubia y simpática, que siempre está ocupada con los quehaceres culturales, desde la música hasta los trabajos manuales artísticos.
Comienza la tercera fila de la foto, con uno de los hijos del herrero Fillat, cuyo padre veía muy poco, llevando unas gafas remendadas con trozos de esparadrapo. Sufrieron frío y necesidades en su casa, medio destruida y dicho herrero tenía muy poco trabajo, pues durante la Guerra no quedaron mulas en el pueblo, que necesitaran ser herradas. Después de la Guerra, le encargaron una jaula de hierro para criar conejos y me impresionó el ver cómo se la cargaba sobre sus hombros, para llevarla a Fañanás, con el fin de echarle algún remiendo. Sus primos hermanos de Santolaria, hijos de un hermano de su padre, tuvieron la desgracia de que este hombre trabajador y humilde, fuera fusilado por los “rojos”, como así llamaban a los que no eran parte del Ejército Republicano, que tenían más disciplina, pues los miembros de los sindicatos, no admitían en sus voluntarios ni la disciplina común de los militares. Va seguido de uno de los hermanos Trullenque, cuyo padre fue también fusilado por los rojos. Después de la Guerra, emigró a Lérida y murió trabajando al sufrir un accidente su tractor. Venía a Siétamo para las fiestas y un año, cuando se quemaban hogueras en honor de algún santo, él saltaba sobre ellas por medio de las llamas y cuando sólo quedaban, las brasas, pasaba descalzo, andando sobre ellas, como un viejo aficionado a las antiguas costumbres. A continuación se encuentra Estebané, hermano de Antonio Bescós, alias “Trabuco”. El pobre Estebané era psicológicamente subnormal, pero en lugar de educarlo, muchos se reían de él, gastándole bromas crueles. Si hubiese vivido en épocas normales, hubiera sido educado y hubiera sido un muchacho, que hubiera hecho favores a los demás. Siempre estaba dispuesto para ir a la fuente para llevarles agua a los vecinos de Siétamo. Le sigue Antonio Casabón, hermano de Dolores Casabón, viuda de Avelino, una de las personas más representativas de aquellos malditos años, que ella recuerda como si hubiesen pasado ayer o antes de ayer. Francisco García, que le sigue, era primo hermano de Miguel Arnal. En aquellos viejos tiempos, ya vivió su familia en Francia. Fue Dolores la que me dijo que era primo hermano de Miguel Arnal, que murió hace escasos años y vivía con su esposa Luisa, con su hijo Miguelito y su hija María Jesús, que es Comadrona en el Hospital de la Seguridad Social de Huesca y que ha querido renovar la casa de la Plaza Mayor, que en tiempos pasados, fue de su familia. La ha comprado y la ha restaurado. En el antiguo corral se levantan tres arcos antiguos y que son de gran belleza.
Después de Francisco García, primo hermano de Miguel Arnal, aparece Joaquín Puyuelo, entonces llamado Joaquiner de Cabalero, que trabajó muchos años con Avelino en la Fábrica de Harinas, para después ir a vivir a Zaragoza. Viene todos los años de vacaciones a Siétamo y tiene una casa en la Calle Alta, por delante y por detrás sale a La Paul. En su parte baja, hay una antigua sala, toda de piedra, en la que se guarnecían los que custodiaban la Muralla de Siétamo, que llegaba hasta la salida de la Calle Alta, por el entonces Camino y hoy carretera de Castejón. Parece lógico que dichas murallas fuesen medievales. ¡Esta sala me recuerda que siempre ha habido luchas entre los hombres!, pero hoy no se acuerda nadie de los que allí sufrieron. Uno ve las dificultades que se darían para dedicar un recuerdo a los niños de la Guerra Civil, porque el tiempo hace que el hombre no se acuerde de las desgracias ajenas. Le sigue Estaún, hijo de un Guardia Civil, al que conocí más tarde, pues estaba viviendo con una hija, empleada en la Granja de la Diputación Provincial, donde me narró recuerdos que tenía de la Guerra Civil en Siétamo. A continuación posa el hermano de Graseta y a continuación se ve a Pepe Ferrando, hijo de José Ferrando o el Zurdo, hermano de Concheta y esposo de Magdalena. Pepe, durante y después de la Guerra, se entretenía, como escribió mi primo Jesús Vallés, cogiendo balines y tuvo la desgracia de jugar con un resto explosivo, que se le llevó gran parte de su mano derecha, dejándole sólo dos dedos, a saber el pulgar y el índice. Lo hicieron cartero y más tarde alguacil y vivió con su padre, José Ferrando, alias el Zurdo y su madre la señora Magdalena. Ha sido un hombre muy formal, pero que se reía poco, no se sabe si sería por la tristeza que le produjo la explosión y porque oía muy poco, tal vez debido también al ruido, que produjo el estallido del cuerpo explosivo. Quizá suenen en su cerebro los sonidos de las últimas gaitas aragonesas, de las que un abuelo suyo, hacía sonar en Santolaria. Ahora vive en una Residencia de Ancianos y se acuerda la gente de su persona, y yo me lamento de la pérdida de las flores del jardín de su chalet, porque ya no está en Siétamo. Era Pepe, sobrino de Concheta, nombre que siempre he pronunciado con cariño, pues fue una señora, que siempre trató de aliviar los problemas de sus vecinos. Cuando por la Plaza Mayor iban varios milicianos, a quemar casa de Almudévar, les dijo: y vosotros, ¿dónde viviréis?. Los milicianos reconocieron la razón de Concheta y no la quemaron. Allí pusieron el Cuartel General, ocupando durante un escaso periodo de tiempo, una habitación el anarquista Durruti. En lo alto del Estrecho Quinto, se encontraban muchos hijos de Siétamo, acompañados entre otros por el doctor Coarasa de Torralba de Aragón. Estaban sufriendo las consecuencias de su huida de Siétamo, para refugiarse en Huesca; sufrían por los tiros de los que impedían su llegada a la salvación de sus vidas. En lo alto del Estrecho Quinto, pasaron hambre y sed y la angustia les apretaba sus corazones por no poder avanzar hacia Huesca. Los rojos que habían conquistado Siétamo, enviaron a Concheta, para decirles que se rindieran. Iba caminando por la Carretera N-240, con una bandera blanca y cuando allí llegó, ya no pensó en otra cosa que no fuera huir, con los que se encontraban en el Estrecho Quinto a Huesca. Acabó en dicha ciudad y vivió muchos años después de la Guerra. Su abuela, la señora Juana, madre de Concheta, vivía en la Plaza Mayor y su marido, trabajaba en casa Almudévar. Un día, antes de la Guerra, le llevé un pan y ella, muy señora y muy amable, me hizo sentar en el hogar y me sacó un vaso de agua con azúcar y galletas. Yo la veía, a veces, rezar en el Valdecán, mirando a Santolaria, donde yacían sus antepasados, como ese gaitero, que acabo de nombrar. Me acuerdo de la señora Juana, de sus hijos Concheta y el Zurdo y cuando veo a Pepe, que no me oye, me imagino que está escuchando, como a mí me gustaría, las notas de la gaita aragonesa, ya perdida de Santolaria.
Acompañando a Pepe, se encuentra a continuación, el buen Avelino Zamora, alegre y trabajador, casado con Dolores Casabón y padre de tres hermosas hijas, ya casadas. Trabajó en la Fábrica de Harinas, durante muchísimos años y los ratos libres se ocupaba en limpiar sus almendros y con su moto, bajaba a cultivar el huerto. En cierta ocasión, le llegó un médico mejicano, casado con alguna pariente suya; hicimos amistad y me regaló un libro de Historia de Méjico. ¡Me acuerdo muchas veces del noble mejicano!. Su esposa Dolores, guarda aquellos sagrados recuerdos, entre los que se encuentra la fotografía, que estoy comentando, colgada en la pared, del patio de su casa. Me dijo que también tiene otra fotografía con la Maestra Doña Justina Ayerbe, presidiendo a las niñas de Siétamo. La señora Dolores Casabón, viuda de Avelino, ya tiene ochenta y siete años y goza con los nietos, hijos de sus hermosas hijas ya casadas. Está viviendo próxima a su hija, pero está sola, acordándose de casi todo lo que pasó en la Guerra Civil, pues ella fue la que identificó a varios alumnos, que están representados en la fotografía. Con Doña Justina Ayerbe, Maestra durante muchísimos años, antes y después de la Guerra, la unía una gran amistad. Y a esa Escuela de Niñas de Siétamo, acudieron con Doña Justina, mis hermanas Mariví y María, además de mi hija Elena, que después de tanto tiempo está ejerciendo en Pamplona, la carrera de Medicina. Doña Justina, al jubilarse, se fue a Adahuesca, a pasar los últimos años de su vida con sus hermanos. Muchos sietamenses acudimos a su entierro.
En la fila inferior, el primero que aparece es Rafael Bruis, que ordinariamente era mi compañero de aventuras, pero el día que sacaron la fotografía de los alumnos, presididos por Don José Bispe, yo no aparecí por la Escuela. Debíamos tener ambos vocación de albañiles, pues en el recreo, me acuerdo que nos pusimos a construir con arena, remojada con nuestras inocentes orinas. A Rafael le hicieron desparecer a su padre, los nacionales y al niño que estaba a su lado, hermano de Trullenque se lo fusilaron los rojos y él que venía para saltar en las hogueras, pisando las brasas, murió víctima de un accidente en Lérida, manejando un tractor. Aparece a continuación Fillat, que tenía un rostro original, que transmitía alegría. Después de la Guerra se marchó y venía a Siétamo, dando la impresión de que había prosperado. El siguiente, tal vez sea el hermano menor de los Trullenque, pero, no sé si alguna persona mayor se acordará de él. Este era el temor que tenía de dejar sin escribir sobre todos los escolares de Siétamo, porque sólo se acuerdan de su totalidad, Dolores Casabón, Joséfina Ribera, Joaquina Larraz y Ramón Puyuelo de casa Felipe Cavero, de los que ha aprendido un poco este servidor de ustedes. Luego viene Ferrando, el Corneta, sobrino muy querido por Concheta, que más tarde, se hizo músico militar, construyéndose un chalet cerca del río Guatizalema. Murió pronto y su esposa, al quedarse sola, lo vendió. Concheta, lo quería tanto, que cuando venía su sobrino, me invitaba a celebrarlo en su pequeña pero agradable casa. A su lado está José María Benedé, hermano de la adorable Esperancita, que murió el año 2011 y que era de una de las casa de labrador más potentes de Siétamo. Ahora José María, con más de ochenta años, sigue soltero. Su casa la destruyeron para la Guerra.
El niño con rostro optimista que está a su lado, es mi querido hermano Manolo, que siempre se aplicó en sus estudios y que acabó de médico en Canadá. Cuando empezó la Guerra, como trato de explicar al principio de este artículo, con los cañonazos, sonidos de fusiles, ametralladoras y bombas de aviación, que empezaron a atacar de repente, nuestro pueblo de Siétamo, por la tarde de aquel día, nos subieron a mi madre, a mis tíos José María y Luisa, con mis hermanos, escepto Manolo, que estaba en Huesca, en casa de mi abuela materna doña Agustina Lafarga, en un camión y en Huesca, nos dejaron en la Plaza de Santo Domingo. Allí nos esperaba mi primo José Antonio Llanas Almudévar, con sus quince años. De allí subimos a Jaca, donde a Manolo le pegó un trozo de metralla en su cinturón y no le pasó nada. Después fuimos a Ansó, porque en Jaca, al lado de la casa de Mazuque, en la que vivíamos, había un polvorín. Desde Ansó subieron a Zuriza mi abuela materna doña Agustina Lafarga, con mi padre, a ver, si en caso de tener necesidad de huir, los dejarían pasar a Francia. Manolo era el heredero del patrimonio, pero después de tanta miseria, ya no le quedaron ganas de trabajar, en un pueblo donde la sangre humana corrió, casi tanta como agua por el río. A su lado estaba Antoñito de Rafaeler, que con el tiempo, llego a ser pastor de sus ovejas y de las mías. El último es un hermano de Graseta.
Fueron muchos los que la Guerra despachó de este pueblo, unos a otros pueblos o ciudades y un elevado número al otro mundo. Los rojos mataron unos treinta y seis y los nacionales otros tantos. Pero no sólo murieron fusilados alrededor de setenta, sino que en el frente, como escribe Jesús Vallés, se encontraban por el monte paraísos para que los cuervos hicieran sus festines y algunos como un cura, no se sabe si era secular o regular, fueron fusilados cerca del río Guatizalema. No se sabe nada sobre su identidad. ¿Cuántos morirían sin dar a nadie noticia de donde los enterraron o abandonaron?. Luego llegó la emigración, pues aparte de los escasos medios de vida que quedaron en el pueblo, tampoco quedaron muchas de las casas, que fueron destruidas por las bombas y por el fuego. Ya vamos quedando pocos de los antiguos habitantes de Siétamo, tan pocos quedamos que hubo que cerrar las Escuelas. Pero queda el consuelo de ver inmigrantes, que vinieron a vivir a Siétamo, en viviendas dignas. Han traído con ellos a sus hijos y otros que aquí nacieron, que dan el consuelo de verlos llegar a las Escuelas, otra vez abiertas. Allí se ven felices y contentos, felices con las músicas y los cantos que allí escuchan y aprenden, que van substituyendo las jotas, que antes cantaban los vecinos de Siétamo y participan en nuevos deportes, que han desplazado el juego de pelota y ya no hay ocasión de ver a los “pelotaires”, como Escartín, el primer alumno de la primera fila, que hace poco me recordaba la hinchazón que se le producía en sus manos, con ese juego. Se siente feliz, al relatarme los triunfos que obtenía, jugando en el frontón, que estaba en la Plaza Mayor de Siétamo. La pared principal era el antiguo Ayuntamiento, cuyas ventanas se cerraban por fuera, antes de empezar el juego de pelota. Se quitaron las hojas de madera con que se cerraban las ventanas y, al pavimentar la Plaza, se hicieron desaparecer las líneas reglamentarias, trazadas con guijarros de piedra, al echar el hormigón sobre ellas.
Han cambiado las costumbres, pero todos deseamos ver a los niños felices, para que no vuelvan esas oleadas de odio, que trajeron a Siétamo la muerte y la miseria.