lunes, 27 de abril de 2020

Funes en la Calle Pedro IV de Huesca.

Iglesia de la Malena o la Magdalena.
Miguel tenía ochenta y siete años y vivió al lado del Bar Funes.  Palacín, fue el dueño de tal Bar  Funes, que se encontraba casi por la mitad de la Calle de Pedro IV. A dicho Bar acudían clientes que iban a visitar a las hermosas mujeres, que ofrecían mediante el pago de ciertas cantidades de dinero, la belleza de sus cuerpos. Miguel que era amigo mío, con una notable diferencia de años, que me hacían respetarle y dedicarme a escuchar sus testimonios de la vida en ese lugar. 
La calle de Pedro IV fue, ya hace muchos años, una calle alegre. Se accedía a ella subiendo por la Plaza de Lizana y al acabar dicha Plaza, por su lado izquierdo, se comenzaba un largo recorrido, que acababa por debajo del antiguo Palacio, hoy Museo Provincial de la ciudad de Huesca y   hace  muchos  años  era Instituto de Bachillerato de la Provincia de Huesca, donde estudió mi tío José María, hermano de mi  padre. Hoy cuando se visita dicho Museo, se encuentra el sótano, dotado de arcos medievales, donde se cortaron las cabezas de los nobles de Aragón, por orden del Rey Ramiro el Monje, que parece que fue despreciado por varios nobles, cuando fue llamado para ser Rey de Aragón a un Convento francés. Por debajo de su recorrido se encontraba la Muralla de la Ciudad de Huesca y por arriba se alza la Catedral y diversas calles y  callejones,  que   van  descendiendo  su  nivel,  hasta  que  se  encuentran  con la citada Muralla, a través de la Calle de Pedro IV.  
Arrancaba la Calle de Pedro IV, como he dicho de la Plaza de Lizana, por la que era necesario pasar, para bajar desde la citada Calle de Pedro IV al Coso Alto. A el Bar que está asentado en dicha Plaza y hoy llega hasta el Coso Alto,  iban  diariamente  mi tío José María que se juntaba con un señor, que fue varios años matarife en el Matadero de Huesca, con el apodo, soportado con gran orgullo,  de El Jetudo. Era un hombre que se sentía orgulloso de su persona y cuando hablaba, lo hacía con una dignidad, que le hacía sentirse orgulloso de sí mismo. Con frecuencia se juntaba con mi futuro compañero Veterinario, él digno señor Veterinario, que murió más tarde de Titular del pueblo de Murillo de Gállego, con el que me unió siempre una gran amistad. Como con otros conocidos oscenses, personas llenas de dignidad, que cuando bajaban las mujeres, que residían en diversas “casas públicas” de la Calle de Pedro IV y que pasaban caminando, por la Plaza de LIzana a cruzar el Coso Alto, para llegar pasando por Barrio Nuevo, al Instituto de Higiene. Los hombres que estaban en el Bar de la Plaza de Lizana, salían al pórtico del Bar-Restaurante, atraídos por el sexo y la belleza de esas “mujeres públicas”, para contemplar su belleza y el atractivo aspecto de esas mujeres. Los compañeros del “Jetudo”, contemplaban su belleza atractiva, pero no decían nada, porque el viejo matarife, les gritaba, cuando pasaban delante de la puerta del Bar y sonreían con paciencia, como sintiéndose culpables de la situación “despectiva” del “Jetudo” por la falta de dignidad “que la vida proporcionaba a esas mujeres, dignas de  respeto,  a pesar  de dedicarse a una vida pública, obligadas por la miseria económica de la vida, que tenían que soportar”.
¡Qué humillación tenían que pasar aquellas buenas mujeres, en su “procesión” desde sus casas o ¨templos del placer” hasta el Instituto de Higiene, al lado del Parque, para recibir una “vacunación sanitaria” de sus  cuerpos!.
Pero esas mujeres, que vendían su amor a los hombres que subían a la calle de Pedro IV, además, celebraban en sus casas de amor, festivales alegres, cuyos  cantos  festivos  oímos en la calle, cuando veníamos unos Congregantes Marianos por ella desde el Convento de San Miguel, al lado del río Isuela. Aquellas mujeres públicas, tenían la costumbre de crear recreos de cantos de amor, para que cuando pasasen los “hombres machos” por la calle, se conmovieran por esos cantos y acompañados de música, atraerlos a sus “casas donde tanto se amaba”. Aquel día en que varios muchachos volvíamos de la Iglesia de San Miguel, presididos por un jesuita portugués, al pasar por delante de una “casa pública”, nos quedamos admirados por el agradable sonido, procedente de unas botellas, colocadas colgando de unos hierros y unas más o menos cargadas de agua, según la nota que tenían que emitir. Una meretriz dotada de dos palos golpeaba con ellos aquellas botellas, que sonaban divinamente, interpretando la música que se repartía por el ambiente, por toda la calle. El resto de mujeres que tenían un sentido artístico, cantaban del amor, que había de enamorar aquellos corazones.
 El Padre Jesuita buscaba en aquel paseo la pureza de espíritu de aquellos jóvenes, entre los que yo me encontraba, pero la “carne enemiga de las almas”, se ofrecía a esos jóvenes y el Padre Jesuita, siguió con su rostro sonriente y rodeado por los niños que iban con él de excursión y se puso a rezar un Ave-María, por la pureza de sus discípulos y por una nueva vida para las que hacían sonar el instrumento musical, arreglado por sonoras botellas de cristal, con cantidades diferentes de agua en su interior, para que sonasen las diversas notas de la escala musical.
Tengo recuerdos de la virtud y del pecado, desde el gran templo de San Miguel, ya al lado del mismo río  Isuela, que ya hace muchos años que pasaron los tiros de la Guerra de 1936. En ese templo se unían las “pecadoras con las monjas y con los niños”, pues aquellas, que “trabajaban el pecado en calle Pedro IV deseaban abandonar su vida  pecaminosa,  las monjas rezaban para que las vecinas que iban a refugiar sus cuerpos y sus almas a la bendición del Arcángel San Miguel, en adelante pensaran sólo en su espíritu y los niños seres inocentes, espero que siguieran siéndolo  toda su vida”. Entonces, igual que ahora, por la vida corrían el Bien y el Mal y aunque ahora han, al parecer, desaparecido, siguen ambas conductas, que no desaparecen. Pero las Monjas, en los claustros de San Miguel Arcángel, se apoyan en él y siguen procurando que las personas que seguían la  conducta  diabólica, sigan el ejemplo de San Miguel y rechacen la conducta dirigida por el diablo. El Convento de San Miguel, sufrió los destrozos de la Guerra Civil y se valieron de su amor al Señor, para sufrir esos destrozos materiales y aguantar la penitencia, que les hizo pasar hambre, frío y otros dolores aumentaron la penitencia, en favor de otras, que encontraron más pronto el bienestar. Pero de la misma forma que las “mujeres que vendían el placer con la música que hacían sonar en la Calle de Pedro IV”, Las Monjas no dejaron ni un día de  Guerra  ni  de  Paz,  de cantar los Salmos  Bíblicos, por medio de cuyos sonidos  solemnes,  pero con la  música  de  las  botellas, colocadas por las mujeres públicas,  sonreían al Señor y animaba a sus jóvenes seguidores a seguirle con alegría, escuchando los salmos que hacían sonar las Monjas del Convento de San Miguel.   
Pero no fue sólo aquella música humana, la que sonó en la Calle de Pedro IV, sino que en ella se veían unas ruinas de una iglesia, que los vecinos de su barrio, lucharon por dignificarla. Así lo hicieron y un día que pasé a su lado escuché la música religiosa, que me llenó el corazón de alegría. Entré dentro de las ruinas mejoradas de ese templo y escuché “música celestial” que producía en mis oídos un amor al Señor. Observando los numerosos oyentes de aquella música, vi multitud de amigos, entre los que se  encontraban  Don  Julio  Sopena  en compañía de su esposa, que cantaba las glorias del cielo y otros oscenses conocidos , que unas veces cantaban y otras escuchaban.
Saliendo del Convento de Monjas de San Miguel y cruzando  la  carretera  que rodea a la antigua ciudad de Huesa, asentada sobre una zona montañosa, a la izquierda se alzan casas más modernas y a la derecha se encuentra una escuela infantil, atendida por las monjas de Santa Ana. Un poco más arriba, están los restos de una iglesia, que ha sido en parte reparada y en la se celebraba un acto litúrgico, al que asistía Julio Sopena, cuya esposa,  hija del Señor Porta de Abiego, cantaba la Liturgia Católica. En aquellos restos de iglesia, olvidados hasta entonces por los cristianos de Huesca, reinaba un ambiente litúrgico, donde los fieles oscenses, recordaban el catolicismo, que parecía ya pasado y se escuchaban los cantos litúrgicos, que ya dejaron de escucharse hacía cientos de años. 
 Una calle une la prolongación del Coso Alto, frente a los salesianos, con la Calle de Pedro IV, a la que se sube por medio de unas escaleras. Allí había un Lavadero Público en que se han construido casas nuevas y detrás de ellas asomándose a los recreos Salesianos, están los estanques de piedra, en que acudían las lavanderas a lavar la ropa. Cuando por habernos expulsado del número 61, del Coso Alto, hoy de Santa Ana, nos fuimos a Siétamo, yo acudía a ese Lavadero con la ropa familiar que usábamos en Siétamo, para que la lavara una buena señora. Esto duró poco tiempo, pero yo no puedo olvidar esos recuerdos.  No puedo olvidarlos porque cuando voy por delante   del patio de recreo del Colegio de los Salesianos, me miro las escaleras por las que se sube a la Calle de Pedro IV  y  veo las reliquias del Lavadero, y tengo que recordar, como iba a dicho Lavadero, para empezar una vida distinta.
 Aquella Calle de Pedro IV, era vivida por discípulos de Cristo, a cuyos restos de iglesia todavía se veneran y por los seguidores de la “carne”, que acudían a desahogar sus cuerpos con aquellas buenas y pobres mujeres. Por esa calle se veían los hombres, paisanos, militares, solteros, casados y viudos, que entraban en el Bar y muchas veces acababan su visita en las casas de mujeres.
En esa calle se vivía pensando en las almas y en los cuerpos. Por un lado, en tiempos pasados, se escuchaban la Salve y el Ave María, en la que fue bella  iglesia  del  Barrio y se oían también cantar los cánticos que recordaban los placeres carnales, en aquellos instrumentos musicales, que con botellas, hacían sonar aquellas mujeres, que no podían comer, sino se entregaban a satisfacer el placer a aquellos hombres, que tenían necesidad de obtener el amor.
Me contaron que dos niños, llenos de curiosidad, y que vivían en aquel pasaje, donde la libinosidad,   gozaba  de la libertad, pero que no habían sido educados en el amor puro ni en el amor buscado.
Por la falta de formación, tenían curiosidad de enterarse por sí mismos de la vida de aquellas a las que sus madres, llamaban “malas mujeres” y de aquellos hombres libidinosos y se decidieron a entrar en una de esas casas, a las que algunos llamaban de prostitución. En un momento de descuido de la vigilancia de las dueñas de la casa, penetraron en ella y se ocultaron debajo de una de las camas de prostitución.
Tuvieron que pasar muchos ratos  malos,  escuchando  ¡los  ayes ¡  y los suspiros de la pareja que se acostó sobre ellos, y al cabo de cierto tiempo, cuando la pareja aparentemente feliz, se marchó, los dos muchachos escaparon de aquel rato tan deseado por la pareja, que se acostó encima y tan aborrecido por los dos muchachos, que recibieron una lección de moral, que les hizo aborrecer una experiencia tan sin sentido.                        

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