lunes, 29 de abril de 2024

El Paseo de la Alameda, hace ya muchos años

 


Por el sol saliente rodea a Huesca la Isuela, nombre de un río con reminiscencias ibéricas, hoy el río pudiera ser llamado la cloaca, que lanza emanaciones putrefactas.

La Isuela era un río; yo me acuerdo de pescar con caña en él y tenía a sus orillas un paseo: La Alameda. Sigue la Alameda al río desde el Puente de San Miguel y hasta el otro puente que cruza al otro lado de Santo Domingo. En medio está el Puente del Diablo, pues en esta tierra nuestra, santos y diablos se mezclan en místicas peleas, orgías y romerías, tal como Goya las pintó en sus aguafuertes. Lame el río la Alameda por su ribera izquierda y por la derecha se alzan las murallas romanas y moriscas. A la izquierda de la Alameda se eleva el Pueyo de Don Sancho, la Ermita de las Santas Nunila y Alodia y el cementerio donde reposa Manolín Abad. Alineados los Álamos formaban la Alameda, que era el Paseo elegante de Huesca. Allí, a la sombra de los pópulos albus y trémulus, las señoritas de blancas pamelas, botines de cañas finísimas y mirada picaresca, paseaban su porte y temblaban sus corazones de amor, por primera vez.

Florinda con sus amigas llegaba a la Alameda por el puente de Santo Domingo, después de haberse tomado su horchata de trufas, para iniciarse en las lides del amor.

De Flora decían si había pasado o no el puente del Diablo a altas horas de la noche. Tal vez se la quiso “llevar el río creyendo que era mozuela” o tal vez tuvieran que ver “las lenguas de doble filo”, pero “nadie supo de fijo saber” si en alguna torre, Flora había comido churros con chocolate. Tuvo lugar un duelo bajo las Murallas para aclarar el honor de Flora y los álamos que eran los únicos que sabían la verdad, estiraban sus copas, curiosos. Por el puente de San Miguel,  cruzaba Floripondia, que bajaba de la calle de la Malena con su corte ruidosa, porque se iban a las choperas a beber cazalla y ron. Las Choperas son las Alamedas, pero en basto y en ellas no hay que guardar etiquetas para beber en sus fuentes, ni para folgar en sus sombras.

Floripondia guisaba, Floripondia cantaba, alcahueteaba y engordaba y los días veintinueve de cada mes, una vela encendida le ponía a San Miguel. ¿Qué hace San Miguel a la orilla de un río? porque San Miguel Arcángel es más propio para un monte altivo. Pero ¡oh paradoja!, tiene un puente alado y entrañable donde los soldados rompen el paso marcial al pasar y debajo el puente es como una cueva, más propia de San Martín. Allí se alojan gitanos y gitanas. Encima del puente un azud retiene la corriente, para desviarla hacia el Almériz. En el remanso se mira la luna blanca y en ese remanso se reflejan las caras negras de las gitanas y las caras tordas de burros y mulas. Pasa de noche Don Pepe, caballero en su jaca castaña por encima del puente, ladran los perros, se inquietan las bestias y para calmarse beben el agua de la ”badina”, se mueve el agua, riela y ríe la luna en la cara del río, la gitana se mueve, brilla el blanco de sus ojos negros en la enramada. La jaca vuelve por el camino de las tres cruces y tres sombras se confunden en una. Yo les he preguntado a los peces del río, a los chopos del soto y a la luna lunera. Los ladridos del perro se los llevó el aire, a los peces de plata se los llevó el agua, las hojas del chopo se fueron con el otoño, pero siempre ha existido una respuesta de gitanillos rubios. ¡Cuántas cosas pasaban por el puente y el Ermita, por la Ermita y las eras, por éstas y las cuevas! Se oía un silbar de sílfides en el río (hoy léase ratas), de silfos en los chopos, de flechas de sátiros, de sagitas de Cupido y de arcos matadores, como el que hirió a Don Sancho.

¡Alameda, hoy te recuerdo pero no te reconozco!

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