“Por el mes era de Mayo, cuando hace la calor, cuando los enamorados van en busca de su amor”. Como corría el mes de Mayo y hacía calor, Mosen Marcelino creyó que aquella hermosa mujer, que preguntaba por su difunto marido, acudía a la llamada del amor.
Pensó que se trataba de un amor puro, sin ningún interés, seguramente querría enterrar a su esposo en tierra sagrada, pues la señora le habría advertido que el cadáver estaba enterrado en el monte, debajo de una carrasca.
El cura estaba contento, además de por ser Mayo, porque se le ofrecía la oportunidad de complacer a una hermosa mujer, a cuyos encantos no es fácil ser inmune, aún siendo sacerdote y porque como corrían tiempos de penuria, tendría ocasión de cobrar un duro para él, una peseta para el sacristán y calderilla para los escolanos. Estos, por mandato del sacristán, fueron corriendo a buscar al señor Joaquín Puyuelo, que por su profesión de podador y “leñacero”, conocía todas las carrascas del monte.
El mosen había recibido a sus visitantes en la “solanera” que tenía en su casa, pues en la sala tenía instalada una capilla y en el balcón colgaba una llanta de camión, que al golpearla con un martillo, sonaba como una campana. La iglesia parecía una venta robada pues, durante la Guerra, había sido usada como garaje e incluso había un foso para reparar vehículos.
He hablado de los visitantes y es que la señora venía acompañada por un caballero.
El señor Joaquín no tardó en llegar, se le explicó que se trataba de localizar el cadáver del esposo de la hermosa y el cortejo fúnebre se puso en marcha hacia la carrasca. El podador, limpiador lo llamamos aquí, entró en su casa, que le venía de paso, a cogerse la “jada”. Parecía un entierro sin muerto, pero se trataba en realidad de un desentierro. Y poco le costó al señor Joaquín desenterrar al difunto, pues en las guerras se pierde poco tiempo en cavar, si no hay un negrero, que a fuerza de culatazos, te hace trabajar. Un gitano de Barbastro decía que lo pasó muy mal durante la Guerra, porque lo hicieron palear para enterrar muertos. El cadáver quedó patente, no tenía ni caja. El cura habló de la necesidad de ir a buscar unas parihuelas, para llevarlo al cementerio.
Aún no había acabado de hablar el cura, cuando el caballero acompañante, se lanzó sobre el muerto y se puso a buscar algo en el pequeño bolsillo del pantalón, bajo la cintura, en el que antes se llevaban los relojes, y en el que ahora al haber perdido su objetivo, algunos hombres esconden aquello que no quieren que vean sus mujeres, y sacó lo que buscaba: un hermoso reloj de plata repujada. Se lo entregó a la señora, que lo metió en su bolso al tiempo que, dirigiéndose a mosen Marcelino Playán, le decía:"es que sabe, este hombre es ahora mi marido”. Este, cogiendo del brazo a la bella y sin decir gracias ni adiós, se fueron, como se iría cualquier bestia con su bella hembra.
Al desenterrador, a pesar de ser un hombre endurecido por haber comido pan de mil hornos, le entraron ganas de llorar, pero reaccionó y todavía me parece oír por las noches su mezcla de juramentos y de risas. Después echó tierra encima y “s’en fue”. El cura se quedó sin duro. El pobre ya murió. El sacristán, a pesar de todo, siguió siendo feliz, pero con la pequeña frustación de que después de haber aprendido latín, el siguiente cura se puso a decir la misa en castellano. Los escolanos viven en la emigración, pero yo, a pesar de lo anteriormente narrado, no pierdo la fe en el amor. Y es que el primer amor, no se olvida nunca y siempre nos conmueve. El segundo marido o la bestia, como ustedes lo quieran llamar, también murió.
La doble viuda cobraba su pensión, pero descubrió que renunciando a la del segundo marido, podría cobrar la del primero, que iba a ser más sustanciosa y además los ¡larguísimos atrasos!. Y dicen que ha hecho los trámites para volver a su primer amor, que mientras no se demuestre lo contrario, es el verdadero.
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