La
vieja hilaba, el tejedor tejía, la gallina escarbaba, el ciego tañía y la niña
cantaba al bebé :”¡Teje, teje, tejedor, garras,
garras de traidor!”. El tejedor llevaba su teje-maneje, pero desde luego que no
tenía garras y menos de traidor.
El
niño pequeño, que todavía era menos traidor, agitaba sus manos como si tejiese,
alternaba el movimiento de sus pies, como si estuviera moviendo el telar por
medio de pedales y mostraba una gran alegría
al oír eso de: “Garras, garras de traidor”. El contraste entre la
inocencia infinita del niño y la acusación de traidor que repetía gozoso al
ritmo del cuneo, provocaba la risa de todos. Risa esencial, risa natural, risa
existencial.
Todo
era ritmo en el carasol, el subir y bajar del uso, el teje –maneje del tejedor,
el escarbar de la gallina, el tañer del ciego y el cri-cri de la cigarra en el
árbol. El burro, atado a una herradura
clavada en la pared, parecía dirigir la orquesta, pero no con una batuta, sino
con dos, que eran sus largas orejas. Se posaba un tábano en su oreja izquierda,
lo espantaba con su movimiento y se posaba en su oreja derecha, en una
constante pugna tábano-asnal en la que no había ni vencedor ni vencido, pero si
movimiento continuo. Zumbido del tábano y ritmo en el cuneo de la cuna y en el
sube y baja del huso de la vieja. El tejedor teje y una anciana desteje una
toquilla para hacerle “peducos” al nieto “repatán”.
Tejer
y destejer, todo es hacer. Suena mi transistor y se oye tejer a Luis Amstrong
acordes metálicos en su larga trompeta, que desteje con sonidos bajos
disonantes, pero todo con ritmo que su raza morena heredó del Africa.
Cuando
siento el ritmo de dance guerrero de los Danzantes de Huesca, se me pone la
carne de gallina. Pero quisiera que alguien tejiera y destejiera una música, con
un ritmo antiguo y aldeano, que me hiciera olvidar siquiera por un momento o
por el tiempo que tarda en consumirse un disco, el ruido sin ritmo de la
capital.
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