“P’al Pilar sale lo mejor: los gigantes y la
procesión”. De labios de mi abuela oía de niño esta letra acompañada de la
zarzuela “Gigantes y Cabezudos”. Mi mente de niño se distorsionaba, porque yo
asociaba a los gigantes con San Lorenzo y no con el Pilar. En Zaragoza que
lleva camino de hacerse gigantesca, hay naturalmente más gigantes que en
Huesca, pero cuanto más tarde los vi, me parecieron más pequeños que los
nuestros. No sé si esa impresión la tuve porque soy un “fato” y me gusta
presumir de Huesca, o porque siendo lo gigantes de ambas ciudades iguales, quedaban
más pequeños ante la Basílica del Pilar que ante la de San Lorenzo. Tal vez
fuese, porque desde mi pequeña estatura y mi gran imaginación de niño, los
viese más crecidos. Cuando, ya de mayor, conocí los gigantes de Zaragoza, no me
impresionaron en absoluto y de los cabezudos ni me acuerdo. Todo es cuestión de
perspectivas y si los gigantes no se ven en una ciudad gigantesca, los cabezudos
pasan desapercibidos en una ciudad que
padece de macrocefalia, o más bien la macrocefalia de Zaragoza la padece todo
Aragón. En cambio, la macrocefalia de
los cabezudos festivos, no la padecemos, sino que la gozamos. Antes con nuestro
protagonismo infantil en las estampidas, que la “agüeleta” y el negrito nos
hacían aprender, ante la amenaza de sus largos palos. Estas amenazas eran sólo
un reflejo defensivo de las ilustres cabezas, contra los tirones que dábamos a
sus ropas y contra insultos tan graves como
:”La agüeleta, cabeza de mosqueta” y “El negrito, cabeza de moquito”.
Estos cabezudos me parece que debían tener el corazón tan
grande como su cabeza y no me explico donde lo metían. A lo mejor su cabeza de cartón,
alojaba, no cerebro sino corazón. Ahora, que ya no corro detrás o delante de
ellos, también me hacen feliz, viendo como gozan los niños con su presencia,
con sus actitudes amables hacia los más pequeños y con su participación en la
danza, que la música de San Lorenzo pone en marcha automáticamente en los pies
de los niños y adultos, de cabezudos y
de gigantes.
Estos despertaban nuestra curiosidad y al ver que tenían las
espinillas tan ridículamente flacas, catábamos a coro: ”Al gigantón le picaron
los mosquitos y se encontró un sombrero de tres picos, garras de alambre, se ha
muerto de hambre”. El gigante insultado
permanecía impasible, hierático, en contraste con los cabezudos. Estos
nos resultaban más simpáticos y más humanos, pero el gigante quedaba en
ridículo, cuando su portador, sacaba la cabeza por la bragueta para echar un
trago, con lo que daba la impresión de que los gigantes en lugar de mear, desmeaban
vino. Entonces nos dábamos cuenta de que
las garras de alambre no eran del gigante, sino de sus pequeños “alter ego”.
Contrasta la “comparsita infantil” con la comparsa
triunfante de los regios gigantes, feroces guerreros, arropados por sus
caballeros enanos de torpe carrera y por sus cómicos cabezudos bufones. Las
gigantas, con sus figuras de montañesas
inmensas de tamaño, como nuestros Pirineos y de raza como las chesas o
ansotanas, son dignas compañeras de sus majestades.
Suena la gaita con aires célticos, que contrasta con la
música de nuestro dance, tal vez ibérico.
Esta es la fiesta. Fusión celtibérica de sangres, de
músicas, de cohetes, de sol, de toros,
de vinos y de albahaca moruna.
La vida sigue: orgullos encumbrados de bebedores de
bragueta, caballeros enanos de caballos de cartón y corazones, cada vez menos,
de cabezudos ingenuos.
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