Leí de niño “Las ruinas de mi
convento” y desde entonces toda ruina me ha hecho meditar, unas veces porque su
aspecto me recuerda el de un anciano, como si fuera un edifico humano en
decadencia y caminando torpemente. Para el clásico las ruinas carecían de
belleza, porque en ellas se unían deterioros, ya del tiempo o vandálicos, que
quebrantaban la perfección buscada. La ruina humana, terminal, tiene imposible
restauración, aunque su parte espiritual, busque ansiosa una inmortalidad; la
ruina de la piedra monumental tiene también espíritu: el del arte, el de la
historia e incluso, en ocasiones, el de
la religión o el mito. Ese paralelismo entre la ruina humana y la
arquitectónica nos lo sugieren en nuestra Edad de Oro, Francisco de Quevedo en
un soneto y en sus “Ruinas de Itálica”, el buen Rodrigo Caro. Quevedo en su
soneto, escribía: ”Miré los muros de la patria mía, - si un tiempo fuertes, ya
desmoronados; de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su
valentía”. Y me acuerdo de aquellos versos de Rodrigo Caro, que estudié en mi
niñez, dedicados a las ruinas de Itálica y que así se expresan: ”Estos, Fabio,
¡ay dolor!, que ves ahora-campos de soledad, mustio collado,- fueron en otro
tiempo Itálica famosa;-aquí de Escipión la vencedora –colonia fue, por tierra
derribado, -yace el temido honor de la espantosa- muralla, y lastimosa reliquia
es solamente-de su invencible gente-.Estas poesías son lamentos de poetas que
asocian los destinos tristes de los famosos monumentos y del hombre. Caro,
concretamente los reduce a la categoría de “lastimosas reliquias
solamente”, que deben ser guardadas,
como guardamos las reliquias de los santos, de igual manera que un anciano
conserva los cabellos de la mujer que amó, o aquella vieja que venera el
ombligo de un hijo que perdió, hace ya lustros numerosos. Ya en el siglo XVIII,
muchos miraban a las ruinas con ojos de poeta y proliferaban los pintores, que
integraban dichos restos como elementos románticos del paisaje. Si algunos han
llegado a tal estado por la acción de los hombres vandálicos y lamentan
poéticamente tales actos, otros
regresan, poco a poco, al contemplar la destrucción por obra de implacables reglas, que la Naturaleza
impone y que complementan las obras vandálicas de algunos hombres. Por obra de los hombres o del tiempo, los monumentos
van cayendo y con ellos, se marchan nuestra historia, el sentido de que somos
un pueblo, que tuvo un peso específico y se pierden también las ocasiones de
que estudien los restos nuestros arqueólogos y nuestros arquitectos. Puede
existir también un uso por el pueblo, a la vez que lúdico, cultural, como
ocurre con Leire, Loarre, Covadonga,
Monserrat y como parece ser que ahora se va a hacer con San Juan,
allá en la Peña. En cambio en
Montearagón se hacen reconstrucciones en la Iglesia y se dejan sin terminar las reconstrucciones
de torres, muros, celdas y comedores. Hay quienes quieren, tan sólo, conservar
las ruinas, que como antes he escrito,
“su aspecto, les recuerda el de un anciano, como si fuera un edificio
humano en decadencia y caminando torpemente”, igual que si en esas ruinas fuera imposible la
restauración, como no puede darse en
muchos ancianos ya envejecidos. ¿Cómo va a quedar Montearagón, después
de tantas reparaciones, que siempre lo dejan como una vieja ruina?. Hay ruinas
cancerosas, destrozadas que ya no volverán a ser jóvenes, lo que constituye una
vergüenza para pueblos y gobiernos, que no se llegue a restaurarlas en todo su esplendor.
Esplendentes quedaron muchas pequeñas y gloriosas iglesias mudéjares en la zona
de Sabiñánigo, que mueven el amor a Aragón en los que van a visitarlas. ¿Cuándo
podremos los aragoneses estudiar nuestra historia en los actuales restos
arqueológicos de San Victorián, de Montearagón y de las mismas murallas de
Huesca?. Porque como escribió Rodrigo Caro (1573-1647): ”Por tierra
derribado-yace el honor de la espantosa- muralla, y lastimosa- reliquia es
solamente de su invencible gente” y los
oscenses viven en la nostalgia, que hace que su piel se ponga de carne de
gallina ¡ para nada!, cuando escuchan : “Sierras de Gratal y Guara-Ruinas de
Montearagón- Fuentes de Marcelo y Jara,- Huesca de mi corazón.” Aunque ahora
les consuela la restauración de la Ermita de Jara, gracias, entre otros, a
Daniel Calasanz.
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Buenas noches, D. Ignacio. Soy Juan Atenza, hijo de Ginés Atenza, teniente de sandad del Ejército de la República, al que tuvo Vd. la amabilidad de atenderme el 6 de agosto en el viaje que estaba realizando por los parajes en los que estuvo mi padre durante la Guerra Civil. Me resultó muy interesante y estimulante su conversación y recuerdos sobre aquella época. Le dejé mi correo electrónico, que le vuelvo a repetir, por si no lo conservara atenaza@gmail.com, por si hubiera oportunidad de que pudiera enviarme algún material o recuerdo, tal como me comentó. De nuevo muchas gracias por su amabilidad y el libro que me regaló. Ha ganado Vd, un amigo y aun damirador que le sigue a través de sus escritos. Saludos cordiales y un fuerte abrazo.
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