¡Hágase
la luz!, y la luz se hizo. Se encendió la luz a nivel cósmico y a velocidades
de trescientos mil kilómetros por segundo aún dicen que va viajando y viajando,
y no acaba de llegar a todas partes. Entonces creo que estamos aún en plena
creación, pues si para Dios no hay pasado ni futuro, si todo está presente, es
de esperar que nos llegue más luz. Tal vez no estuviese tan descaminado el
filósofo, cuando en su lecho de muerte
gritaba: ¡luz, más luz!. ¿Hay poca luz y por eso mi cerebro no ve?. ¿O es mi
cerebro tan pobre que queda deslumbrado y no ve?. Ojalá tuviera en mi sesera
los ojos que tenía en la cara el viejo pescador de Hemingway. Dice el escritor
en su novela “El viejo y el mar” que su
protagonista podía mirar el sol sin que
se quemaran sus ojos. Mucha gente sufre quemaduras en sus ojos al mirar sin lentes un eclipse. El escritor atribuía
esa fortaleza ocular a la vitamina A, que asimilaba el pescador comiendo
hígados de los peces. Esta anécdota me recuerda que Tobías recobró la vista,
poniéndose en el ojo el hígado de un pez. Para soportar la luz solar y fortalecer
mis ojos, puedo tomar aceite de hígado de bacalao. Pero ¿ cómo fortaleceré los
ojos de mi mente?. Escucho música y por mi cerebro viajan nubes luminosas, ya
bailarinas, ya solemnes, pero nunca se definen y concretan.
Como
no alcanzo a ver la luz que deseo, procuro ver las múltiples luces que puedo
alcanzar con mi vista. Me gustan las bombillas de colores, o las blancas que se
cubren con papel de celofán y me place colgarlas en los pinos y en los enebros
allá en Navidad. Me deslumbra el recuerdo de la pobre luz que, ayudada por la lumbre de la hoguera, iluminaba
nuestro hogar. Cuando quería Palacín, venía, y cuando no quería, se marchaba.
Porque era el viejo Molino Palacín el que la luz eléctrica generaba. Mi tío
José María no se alteraba, como pasa ahora, cuando la luz de la bombilla se
marchaba, siempre quedaba la lumbre del hogar; nos limitábamos a decir: ¡adiós Palacín,
que nos dejas sin luz!. Me gusta
encender “cerilleta” el día de la Candelera, aunque ahora no es fácil de
obtener y antes era de lo poco que en la Iglesia daban. Siempre que puedo, en
la rústica tienda lugareña me compro candeletas, para encenderlas flotando
sobre aceite. Lo que pasa es que mi mujer, más práctica que yo, me las tira a la basura. También dominan mis
ojos la luz de las estrellas y la luna y
en la noche de Agosto el paso de cometas. Me da envidia la luciérnaga de luz, que
encontró su propia luz y que la lleva a cuestas. Más moderno, ahora, voy comprando linternas, que se vacían
de pilas, se oxidan y se quedan ciegas. No he conseguido ver las luces de San
Telmo, ni los fuegos fatuos del fosal. Si me gustara el vino, bebería y
cantaría “¡Apaga luz mariposa, apaga luz, que yo no puedo dormir con tanta
luz!”
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