10 de agosto, San Lorenzo. Estoy en el pueblo y siento un hormigueo dentro de mí; es la llamada de los danzantes. Subo al automóvil, conecto la radio y el locutor vibra explicando el paso triunfante de la procesión de San Lorenzo, con su laurel de mártirrodeando su cabeza y los adornos argénteos, que profusamente brillan a la luz de su día agosteño y tan oscense y, sin embargo, su busto en la peana no se desplaza orgullosamente, sino que tiene un aire de satisfacción inmensa, como la de aquel que por un día se encuentra entre los suyos, que le ofrecen sus mejores galas, sus más fragantes flores, sus más sabrosos frutos. Acompaña a las palabras del locutor de radio el son de las campanas, que voltea Calvete. Parece que están cachondas las campanas, que arden en celo laurentino; es un celo no carnal, es metálico, pero suenan calientes a pesar de ser orondas y redondas, con sus faldas de bronce que solo cubren el aire y el badajo. El calor de la danza al son de espadas y de palos, el calor de las peñas y charangas, que producen los saltos, y las botas de vino se unen unísonas con el calor de las campanas, formando un fuego tan caliente como el que a san Lorenzo asara y tanto como el que en el corazón de todos los oscenses arde en amor a su patrono.
Bajo el cristal del automóvil y el volumen de la radio por ver si a medida que me acerco a Huesca escucho el sonido real de las campanas y las bandas musicales y no a través de la radio. No lo oigo y acelero; no viene nadie en dirección contraria; no es momento de abandonar la capital.
Llego por fin a la ciudad y desde las cuatro esquinas me da tiempo para contemplar el paso airoso de la danza. Por un momento, y a pesar de los fuegos y calores que he descrito, corre un frío por mi columna vertebral y la piel se me pone como «carne de gallina».
Hay gente que, atajando por los Porches, atraviesa el Tubo para llegar a san Lorenzo a despedirlo hasta el año que viene.
Yo no puedo, pues el deber me espera, pero ya he acudido a la cita anual con san Lorenzo.
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