Tomás Alba Edison, al inventar la
bombilla, era consciente de los grandes beneficios que de ella se iban a
derivar para la Humanidad. Su gozo, como buen filántropo, debió ser enorme.
Pero tal vez no llegara a darse cuenta, de que de la misma forma que al día le
sigue la noche y al sol las tinieblas, a la iluminación eléctrica le iban a
seguir los apagones. El Sol se va ocultando poco a poco en el horizonte y a las
gallinas les da tiempo sobrado para instalarse cómodamente en sus perchas; los
pastores calculan el tiempo que va a durar el crepúsculo y se va acercando a
sus apriscos, antes de que la noche los sorprenda en el monte, donde por otra
parte, prolongan su estancia si comprenden que el cielo está despejado y la
Luna Llena va a hacerles compañía.
Pero los apagones eléctricos
producen transtornos repentinos e imprevistos; son como los que
siempre ha producido el rayo, pero al revés, porque éste es una avenida
tumultuosa de electricidad y el apagón es una ida masiva de la corriente. El
rayo electrocuta, quema y a veces
derrumba edificios. El apagón también derrumba a algún anciano que bajaba o
subía por la escalera, suspende a otros en el ascensor, hace que alguien meta
mano en los estantes del supermercado o en los sostenes de quien se descuida.
La luz eléctrica, por otra parte,
nos separa de la vida natural, cambiando los horarios solares por los
oficiales. Por eso muchos campesinos, cuando preguntan la hora, piden que se
les aclare si ésta que se les da es la vieja o la nueva.
Poco a poco nos vamos adaptando a
la luz artificial, pero nos quedan reminiscencias de cuando gobernaban nuestras
vidas la Luna y el Sol. La luz de la Luna era propicia para los enamorados, que
todavía cantan: “ Los dos a media luz; a media luz los dos, ¡qué bello es el
amor!”.
La mayor ventaja que yo le veo al
apagón sobre el rayo es que éste disminuye la población, y áquel hace que aumenten los nacimientos.
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