Estaba yo tomando un café en el Bar El Milenio, cerca de la Avenida de los Pirineos, con edificios de hasta unos quince pisos, todos ocupados por algún oscense, pero sobretodo por hijos de los pueblos, abandonados o casi vacíos de la Provincia de Huesca. Estando allí sentado, vi entrar a Domingo Mora, amigo desde hace muchos años, cuando él labraba con su tractor, ufano porque ya no era un mozo, que labrara con dos mulas y yo pasaba por el pueblo de Fañanás, ejerciendo de veterinario. Domingo bien sentado en el tractor, fumándose su buen puro, se acordaba de cuando a las mulas tenía que arrearlas o pararlas, gritándolas: ¡So mulas!.
No sólo conocía yo a Domingo, sino que me unía una gran amistad con su padre, del que heredó el nombre de Domingo. Vivía toda la familia en la entrada por la carretera, al pueblo de Fañanás, sin entrar en él. Estaba la casa un tanto retirada de la carretera y en ese espacio de entrada había arados, algún tractor y máquinas que se utilizaban arrastradas por los tractores. Domingo, padre, cuando nos encontrábamos, se alegraba, se sonreía y me ofrecía entrar en su casa, para tomar algo. Yo no podía entrar porque la faena me esperaba en algunas cuadras o en las naves, en que alojaban a los animales. Pero esto no fue inconveniente para tomar algún café o alguna cerveza, porque como Domingo ya era mayor y su hijo Dominguito labraba los campos, él iba a Huesca, donde además de arreglar algún papel en diversas oficinas, iba a los Porches de Galicia, donde alternaba con toda la “banda” de agricultores, que por allí llegaban. Cuando me veía, no esperaba a que yo acudiese a su lado, sino que con su sonora voz, me llamaba, gritándome: ¡Igancio. Ignacio!. Yo acudía ytomaba alguna consumición, pero nunca pude pagar ninguna de ellas, porque Domingo se apresuraba a liquidar la cuenta. Domingo, formaba con su hijo Dominguito un equipo, que trabajaba la tierra. El padre llevaba las oficinas, los Bancos, el Servicio Naional del Trigo y el hijo, subido en un tractor, hacía las labores de la tierra y no se cansaba de labrar, de regar y de cosechar.
Domingo, el padre, tenía dos hermanos, el mayor se llamaba Mariano y era un gran labrador, pues le compró a mi amigo Gabarre de Pueyo, la casa en que toda su vida trabajó él. Por cierto, me acuerdo que en una ocasión, vino a ver a mi familia a Jaca, para la Guerra Civil. Yo era todavía un niño.
Acudía yo a vacunar las ovejas de Mariano, que pastoreaban algunos de sus numerosos hijos, pues tuvo, entre hombres y mujeres doce. El trabajo del campo desgasta a los hombres, pues vemos como en las dos casas de Mora, una en Fañanás y otra en Pueyo de Fañanás, los jóvenes se ocupaban de las tareas más duras y los mayores de la burocracia. Eso explica como han ido desapareciendo, los habitantes de los pueblos agrarios .El trabajo desgasta a los hombres y Mariano se murió, pero dejó en los que lo trataron un grato recuerdo.
El segundo hermano de los Moras se llamaba Maximino era un individuo grueso, siempre alegre y “saludador”. Siempre iba a Huesca desde Fañanás, donde vivía. Maximino no era labrador, aunque cultivaba un huerto y tenía que ir a la capital para ganarse la vida. Se le veía por los Porches y por el Tubo, donde negociaba unas veces con tabaco, otras veces con leña e incluso con aparatos de radio. Los gobiernos no dejaban negociar con productos de otros países, como Andorra, pero él subía y bajaba de Andorra, donde compraba lo que le pedían, pues ahora, con la libertad de comunicación con el Mercado Común Europeo, lo que antes no se podía traficar, ahora está libre. De mayor ya no podía hacer esos viajes tan pesados y ha tenido que permanecer en su casa de Fañanas, donde ha muerto. Ya no nos encontramos por los bares del Tubo y uno se va encontrando más sólo en este mundo. Te vas dando cuenta de que careces de su amistad y de la de tantos otros amigos. No sólo se marchan los ancianos, sino también los jóvenes, pues Maximino tenía un hijo, que trabajaba en el Icona y era su alegría. Por desgracia, por un derrame cerebral, murió antes que su padre. Yo conozco a su novia, que vive en Alcalá del Obispo, donde se va quedando muy sola, como en general todos los habitantes de aquellos pueblos. Menos mal que está acompañada por su hermana, casada con el panadero y confitero de la zona. Allí, cuando iba con frecuencia, hablaba con ella, que se quedó muy triste y como acabo de decir, muy sola.
Volviendo a Domingo Mora, su hijo, gran labrador, no ha cesado de labrar durante muchos años, pero hace unos pocos, como no tenían tierra propia, sino arrendada, usaba el trabajo para mover el dinero desde el Servicio Nacional del Trigo hacia los dueños de las fincas que Dominguito trabajaba. El tenía que conseguir el dinero para pagar los tractores, las herramientas y las reparaciones de roturas, producidas por un trabajo tan duro como el de labrar. Se tuvo que ir Dominguito a trabajar a jornal, en autovías, en fincas y a cosechar. Su padre se hizo mayor y uno de los Hermanos Borau, con los que trató siempre, comprándoles abonos, le buscó un puesto en la Residencia de Ancianos de Almudévar. Tenía Domingo muchos amigos, uno como Borau y otros como yo, que iba a visitarlo y lo invitaba en los bares de Almudévar, para que no se sintiera sólo. Domingo Mora era un hombre muy sensible, tanto que a veces al recordar tiempos pasados, se ponía a llorar. Yo me esforzaba en agradecerle los cafés y cervezas, a los que me había invitado en los bares de Huesca, pagándoselos en Almudévar. Se alegraba de verme por su retiro, lejos de otros ambientes pasados. La última vez que fui a verlo, me llevé un disgusto enorme, porque me dijeron en la Residencia que Domingo Mora, había muerto. Ya no he vuelto más por esa Residencia. “¡Soledad, soledad, mustio collado!”. “¡Como se van los tiempos para no volver!”. “Cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer”, como le pasaba a Domingo Mora.
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