Del pico montañoso
al piélago proceloso bajan la duda, la angustia y el dolor humanos. Del mar al
monte suben la pregunta ansiosa, la búsqueda de la luz y el deseo de encontrar
a Dios.
Envuelve la niebla
los cabezos de la sierra y las cabezas de los hombres. Se ven borrosas las
bíblicas escenas labradas en románicos capiteles y están confusas las mentes de
las gentes. Llegan al mar los residuos del petróleo y los detritus urbanos, y
lo convierten todo en basurero marítimo. No se ve el sol en el cielo y no se
ven sus reflejos en la mar. No se ve luz en la vida de los hombres y no asoman
las sonrisas a sus labios.
De los pinos del
monte salen los papeles, que debían transmitir las noticias cordiales a los
nautas y a los que todavía pisan tierra firme. Pero el papel nos agobia y nos
oprime, en cárcel celulósica nos sume, con sus mandatos, lo que hemos de hacer
define y poco a poco nos consume. Los papeles llegan al mar y se convierten en
papel mojado. Se evaporan las aguas y se tornan nubes que derraman su lluvia
por las cordilleras. Y el hombre se olvida de las aguas marinas y de nieves
serranas y se va a la ciudad. Y la ciudad tiene sus plazas circulares, sentidos
de giro obligatorios y circunvalaciones. Ir y venir, girar y regirar, revoltijo
de gentes y confusión mental.
A mí me gustan las
ideas y recuerdos que van del monte al mar y de este al monte. Monte y mar. Mar
y monte.
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