Estoy
leyendo “Cien años de soledad” del hispano-americano Gabriel García Márquez,
que habla de la soledad inmensa que pasó José Arcadio Buendía en el pueblo de
Macondo, por él fundado. Hoy, día 7 de marzo del año 2007, he ido a visitar a
Emilio Castelar a la Residencia de
Ancianos en que se ha retirado y allí recuerda y piensa en todos los
acontecimientos de su vida. ¡Dios mío, qué vida tan larga! y vivida unas veces
en medio de luchas y de guerras, otras acompañada por la paz y siempre luchando
por ganarse la vida por medio del trabajo. Gozó y sufrió, pero ahora que ha
cumplido noventa y seis años, se acuerda de la felicidad que le produjo el amor
que compartió con Isabel Cativiela, con la que se casó el año de mil
novecientos cuarenta y seis.
Es
un hombre de una gran cultura y de una memoria extraordinaria, como demuestra
recitando en latín y sin leerlos, varios textos clásicos de autores del Imperio
Romano, que aprendió estudiando en el Seminario de Huesca, en compañía, entre
otros del cura de Siétamo, Don Alejandro
Tricas, muerto hace poco tiempo con cerca de cien años de vida. Se acuerda de
aquel Seminario Tridentino o de Trento, como él lo llamaba, diciéndome que se
levantaban a las seis de la mañana. Su padre, según él mismo cuenta tenía
algunas ideas volterianas y su madre era profundamente
religiosa. Al dejar la carrera eclesiástica, se hizo Maestro Nacional y todavía
yo me acuerdo de cuando estuvo ejerciendo como tal en el vecino pueblo de
Siétamo, Alcalá del Obispo.
En
el pueblo de Macondo, el Coronel Aureliano Buendía “como le había ocurrido
durante la guerra con la muerte de sus mejores amigos, no experimentaba un
sentimiento de pesar, sino una rabia ciega y sin dirección, una extenuante
impotencia” y también había sacerdote en el pueblo de Macondo, porque como
escribe García Marquez: ”llegó hasta denunciar la complicidad del Padre Antonio
Isabel, por haber marcado a sus hijos con ceniza indeleble para que fueran sacrificados
por sus enemigos. El decrépito sacerdote…apareció una tarde en la casa con el tazón donde preparaba las cenizas
del Miércoles…para demostrar que se quitaban con agua”.
Emilio
Castelar tuvo un hermano militar, al que
conocí en el despacho de Don José Porta en su Fábrica de Harinas, pero también
a él le llegaron las fechas de la Guerra Civil y por la ventana de su
habitación, señalaba el Salto de Roldán, donde murió un amigo suyo, que no sé
si estaba con unos o con otros. Es que en la guerra, a las personas les ocurre
lo que le pasaba al Coronel Aureliano Buendía, que “no experimentaba un
sentimiento de pesar, sino una rabia ciega y sin dirección, una extenuante
impotencia”
Otro
amigo suyo, como José María Trisán de Fañanás, en aquellos días de lucha,
rescató de mi casa los viejos papeles, de bodas y de infanzonías.
Había
más cultura, aunque no generalizada en España que en el Pueblo de Macondo,
donde a causa de esa falta de cultura, todavía siguen luchando los pobres
hispano americanos por alcanzar la Justicia. Aquí Emilio además de conocer el
latín, se hizo Maestro y estableció una Academia, en la entrada del Campo de
Fútbol de Villa Isabel, campo que fue de su esposa Isabel Cativiela. La conoció
viéndola caminar por la calle y le escribió una carta pidiéndole su mano, que
ella al ver las cualidades de su futuro esposo, aceptó.
Así
como la esposa de Aureliano Buendía, llamada Ursula :”desafía el Tiempo por su
longevidad”, pues parece ser que su vida pasó de los cien años, la esposa de
Emilio Castelar vivió muchos años , pero
no tantos como Ursula y se murió hace muy poco tiempo ,dejándolo sólo. Y ¡cómo
lo siente el viudo! , que siempre que lo veo, se lamenta de su ausencia, pues no solo estaba enamorado ,sino que lo sigue
estando, porque al contemplar su habitación,
la ves presidida por un cuadro de
considerable tamaño, en el que se encuentran el padre de Isabel y su madre; él está sentado con un gran
sombrero y un abrigo levítico, en tanto que la madre viste un hermoso vestido
oscuro que le llega hasta el suelo y sobre su cabeza luce un sombrero con
grandes plumas, que se inclinan hacia los lados. Su madre fue Maestra Nacional
en Siétamo, donde Isabel conoció a mi difunta hermana Mariví, con la que se
bañaba en el entonces chalet de la Huerta del Conde, en una bañera interior de
cinc y que calentaba el agua en el exterior, en una pila de piedra. El padre
con aspecto de conquistador español de las Américas, se marchó a Buenos Aires a
los catorce años de edad y estuvo de aprendiz en un gran comercio, en el que
dormía por las noches, igual que Don Pablo Artero, me dijo que lo hacía en el
más tarde comercio de su propiedad, como acabó siendo del señor Cativiela el
comercio de Buenos Aires.
Su amor le dura, porque todos los días, por la
tarde se va con una sobrina que lo quiere mucho, a ver en la Residencia de
Chimillas a una hermana de Isabel y en sus conversaciones la recuerda y la
sigue amando. Hoy al mirar por la ventana de su habitación, además de verse el Salto de Roldán, se veía
la Sierra de Guara toda blanca, porque ayer cayó la nieve sobre ella. Al verla
Emilio, le parecía que Isabel había
estado en la Sierra, atraída por el color blanco que marcó todos los días de su
vida.
Macondo
vivió cien años de soledad y me parece que Emilio Castelar va a vivir más de
cien años, acordándose del amor que se profesaban con Isabel
Cativiela.
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