Raramente
acudo a las proyecciones de una
película, porque a mí me gustan las películas del Oeste, en colores, por sus
paisajes y por su música folk y las de Charlot. En una palabra, me gustan las
películas que gustan a los niños. Para recrear mi imaginación, me bastan mis
lecturas y las narraciones de sucesos vividos por sus mismos protagonistas.
Me acuerdo
muchas veces de Charles Chaplin, aquel señor inglés de pequeña estatura, de
facciones correctas, pero peinado a raya, como era normal entre los ingleses de
su edad, pues racialmente tienen el pelo lacio y se presta a peinarlo de esa
guisa. Su sonrisa era afable, pero no cálida como la de los meriodionales. Sus
trajes eran de un corte perfecto, como corresponde a un gentelmen inglés.
Pero cuando
Mister Chaplin se transformaba en Charlot, aparecía la cara opuesta de la
moneda. La raya de su pelo se
trasladaba, de un lado, al centro de su cabeza. Asomaba un pequeño bigote que
le daba un aspecto grotesco. Su seriedad se tornaba melancólica y su sonrisa
desaparecía de los labios y parecía iniciarse en el rabillo de sus ojos.
Cuando
caminaba con aquella levita y aquellos zapatones, me acordaba del cómico
caminar de los pingüinos, pero con un bastón, que parecía tener vida propia. Se
colocaba un bombín en la cabeza, donde casi no le cabía y era más frecuente
verlo en el suelo, que era donde debía estar.
Cuando en el
Colegio veíamos sus películas, Don Félix, alumbrándose con una vela, que por la
palidez de su luz no interfería la del proyector, tecleaba el viejo piano, con
una música que parecía haber sido compuesta para acompañar las idas y venidas
tan azarosas del payaso.
Charlot era un
enamorado eterno, como Don Quijote pero
de numerosas dulcineas, que le correspondían encantadas, pero siempre surgía un
hombre grueso y bigotudo que se interponía con violentos ademanes y amenazas de
bastón.
El piano
sustituía perfectamente el diálogo de aquellas películas mudas y se manifestaba
sentimental en las escenas de amor y despendolado en las carreras de obstáculos
que Charlot tenía que emprender con
tanta frecuencia. Yo creo que sus notas estimulaban el aroma de las flores y el
apetito de Charlot, que cuando cogía, con desenfadada habilidad, una flor del
ramo de la señora marquesa, se la comía tan ricamente.
¡Pobre
Charlot! todos se metían con él, incluso después de muerto. Como nos metíamos
los niños con los muertos de las tumbas de San Pedro el Viejo, cuando allí
acudíamos a confesarnos.
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