domingo, 8 de septiembre de 2019

Recuerdos del cine mudo.-



Raramente acudo  a las proyecciones de una película, porque a mí me gustan las películas del Oeste, en colores, por sus paisajes y por su música folk y las de Charlot. En una palabra, me gustan las películas que gustan a los niños. Para recrear mi imaginación, me bastan mis lecturas y las narraciones de sucesos vividos por sus mismos protagonistas.
Me acuerdo muchas veces de Charles Chaplin, aquel señor inglés de pequeña estatura, de facciones correctas, pero peinado a raya, como era normal entre los ingleses de su edad, pues racialmente tienen el pelo lacio y se presta a peinarlo de esa guisa. Su sonrisa era afable, pero no cálida como la de los meriodionales. Sus trajes eran de un corte perfecto, como corresponde a un gentelmen inglés.
Pero cuando Mister Chaplin se transformaba en Charlot, aparecía la cara opuesta de la moneda. La raya de su pelo  se trasladaba, de un lado, al centro de su cabeza. Asomaba un pequeño bigote que le daba un aspecto grotesco. Su seriedad se tornaba melancólica y su sonrisa desaparecía de los labios y parecía iniciarse en el rabillo de sus ojos.
Cuando caminaba con aquella levita y aquellos zapatones, me acordaba del cómico caminar de los pingüinos, pero con un bastón, que parecía tener vida propia. Se colocaba un bombín en la cabeza, donde casi no le cabía y era más frecuente verlo en el suelo, que era donde debía estar.
Cuando en el Colegio veíamos sus películas, Don Félix, alumbrándose con una vela, que por la palidez de su luz no interfería la del proyector, tecleaba el viejo piano, con una música que parecía haber sido compuesta para acompañar las idas y venidas tan azarosas del payaso.
Charlot era un enamorado eterno,  como Don Quijote pero de numerosas dulcineas, que le correspondían encantadas, pero siempre surgía un hombre grueso y bigotudo que se interponía con violentos ademanes y amenazas de bastón.
El piano sustituía perfectamente el diálogo de aquellas películas mudas y se manifestaba sentimental en las escenas de amor y despendolado en las carreras de obstáculos que Charlot  tenía que emprender con tanta frecuencia. Yo creo que sus notas estimulaban el aroma de las flores y el apetito de Charlot, que cuando cogía, con desenfadada habilidad, una flor del ramo de la señora marquesa, se la comía tan ricamente.
¡Pobre Charlot! todos se metían con él, incluso después de muerto. Como nos metíamos los niños con los muertos de las tumbas de San Pedro el Viejo, cuando allí acudíamos a confesarnos.

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