Pascual tenía por y Montenegro por apellido y haciendo honor a este apellido era cetrino de piel, tirando a negro. He intentado saber de donde era y así como de la Parrala unos decían que era de Moguer y otros que de Palos, no he logrado enterarme, aunque no creo que fuese tarea dificultosa el averiguarlo. Así como Simón en el pueblo era el único enterrador, Pascual fue en Huesca el último que condujo a los difuntos en un coche de caballos mortuorio, como una Carroza en la que se hacía el último viaje y no triunfal precisamente. Era tirada esa Carroza por un tronco de caballos negros con un penacho blanco entre sus cortas orejas. Pascual iba revestido de negra librea con alamares dorados, que concordaba con su rostro moreno y taciturno. A su paso por los Porches, la gente se levantaba de sus butacas del Flor, del Universal y de los varios bares, que allí estaban ubicados y unos inclinaban reverentemente la cabeza y otros hacían devotamente la Señal de la Cruz. Años antes el difunto era conducido a hombros hasta los Porches, donde se introducía en la Carroza, allí se disolvía el duelo y los más allegados iban al cementerio. Los había que no respetaban ni la muerte, como un cestero apodado Carrusco, que en cierta ocasión, cuando iba a ser introducido el féretro en la Carroza, arreó a los caballos que se arrancaron veloces. Los que iban en el duelo no vieron oportuno ponerse a gritar por no romper el silencio respetuoso que acompaña a tan tristes despedidas. Pascual emprendió el camino tan trillado por sus caballos y rutinariamente con su trote monótono alcanzó las puertas del Campo Santo, dio una voz al conserje gritando: ¡sacadme a ese, que tengo prisa!.No le faltaba razón pues en épocas de epidemias hacía conducciones a destajo por ser el único conductor de la única Carroza Funeraria de la ciudad. El conserje llamó a los enterradores, que acudieron presurosos y comprobaron atónitos que el muerto se había perdido y exclamó: ¡ya me ha jodido Carrusco!.Desde entonces muchos oscenses llamaban a Pascual el “Pierde Muertos”. Hizo volver rápidamente a sus corceles hacia la ciudad y cuando llegaba a la altura de la Fuente del Ibón, hoy paso a nivel del ferrocarril, divisó desde su pescante el cortejo funeral; los portadores del féretro avanzaban lentamente y cansados por el peso del muerto, uno exclamó: ¡ya era hora de que aparecieras y no vuelvas a perder más muertos!.
Montenegro quería mucho a sus caballos y dormía con ellos en la cuadra, cuando iba a los bares a tomar café les guardaba el azúcar y al volver a los establos que estaban en la huerta del Hospicio relinchaban de alegría, al tiempo que orientaban sus orejas al lugar por donde venía.
Eran los pobres animales muy bien aprovechados, pues en sus ratos libres labraban la huerta, la granja de la Diputación, acarreaban la leña y el carbón y llevaban el oxígeno al Hospital Provincial. En cierta ocasión el señor Antonio dio varios latigazos a uno de los caballos injustamente, pues lo había sobrecargado; el pobre animal trató de defenderse y se incorporó agitando sus manos sobre el agresor, como el caballo Furia de las películas; llegó entonces Pascual y le gritó: ¡Sultán, Sultán! Y este sé apacigüó y acudió mansamente a lamerle las manos. No tenía miedo a nada, ni a los muertos ni a la muerte; dormía debajo de las patas de los caballos, que tenían cuidado de no hacerle daño. Hasta las ratas que pasaban por encima de su cuerpo, le respetaban y no le mordían; sólo los hombres quisieron hacerle daño pues en cierta ocasión lo llevaron a fusilar y no protestó, ya que estaba tan acostumbrado al camino de la muerte que lo debió encontrar natural y si no se dan cuenta por terceros de que llevaban el reo cambiado, aquel día, hubiera sido el último de su vida.
No era amigo de los hombres vivos, solo lo era de los muertos y de los animales, quería a los gatos, a los perros y a los caballos Sultán y Lucero, que cuando recibían su orden de enganchar, enculaban solos en las varas de la carroza y agachaban la cerviz para recibir en sus cuellos las colleras. Era tan pacífico que a su perro tuerto, lo llamaba Ghandi, que por cierto se entrecruzaba entre las patas en movimiento de los caballos y nunca las rozaba.
Los entierros eran clasistas y se hacía notar la categoría del muerto, según las cortinas de la Carroza fuesen moradas, rojas o blancas, pero quedaban los parias, aquellas personas pobres y desamparadas, que después de introducirlas en cajas de chopo, desnudas y agrietadas, eran conducidas no en Carroza, sino en el Trum-Trum, carro negro y desvencijado, que pasaba por las noches haciendo un ruido como expresa su nombre, rápido y sin ningún cortejo. Bien se vale que Mosen Santamaría, con esa humildad y humanidad que le caracterizaba, los esperaba en el cementerio para rezarles un responso y darles la postrera bendición.
El pobre Montenegro se confesó con un sacerdote humilde y santo, don Benito Torrellas y dio “El Salto” a la Eternidad, que escribió el poeta León Felipe y que yo le dedico.
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